A eso de las cuatro, aquel 25 de junio, todo
parecía listo para la coronación de Talú VII, Emperador de Ponukelé, Rey de
Drelchkaff.
A pesar del sol declinante el calor seguía
siendo abrumador en aquella región del África vecina al Ecuador, y cada uno de nosotros
se sentía pesadamente molesto por la tempestuosa temperatura, no modificada por
ninguna brisa.
Ante mi se extendía la inmensa plaza de
Trofeos, situada en el corazón mismo de Ejur, imponente capital formada por
chozas innumerables y bañada por el océano Atlántico, cuyos lejanos mugidos
podía oír a mi izquierda.
El cuadrado perfecto de la explanada estaba
bordeado por todos lados de una hilera de sicómoros centenarios; las armas,
clavadas profundamente en la corteza de cada asta, sostenían cabezas
degolladas, oropeles, adornos de todo tipo, colocados allí por Talú VII o por
sus antepasados al regreso de tantas campañas triunfales.
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