El siguiente texto, hasta hoy inédito en
castellano, ha sido publicado recientemente, en su versión italiana original,
en la revista Agalma, y se traduce y
hace público aquí con el permiso explícito del autor.
A
comienzos de este año publicaba en Francia una selección de ensayos titulada Crédito a Muerte (1), consagrada
especialmente a la crisis financiera y a sus repercusiones sociales. El título
constituía evidentemente una inversión del título de la segunda novela de
Louis-Ferdinand Céline. No había, sin embargo, ninguna referencia directa al
texto de Céline; se trataba tan solo de jugar con las palabras ‘muerte’ y
‘crédito’. Con todo, más tarde me di cuenta de que la referencia a Céline le
venía como anillo al dedo y de que había hecho una buena elección sin reparar
de entrada en ello. En efecto, mi libro constituye en buena medida una denuncia
de las falsas formas de crítica social que suscita la crisis de la sociedad
capitalista. En él denuncio sobre todo la polémica unilateral contra las
finanzas, los bancos y la especulación, considerados no como el aspecto visible
de una crisis más profunda –la crisis de la acumulación del capital-, sino como
la causa misma de la devastadora
crisis del modo de vida capitalista. Dicha polémica contra la especulación, que
puede encontrarse tanto en la izquierda como en la derecha, atribuye todos los
males del mundo no a una estructura social, sino a un grupo circunscrito de
personas que actuarían por avidez y sed de poder. Hay que defender a los
trabajadores y a los ahorradores honestos contra los parásitos de las finanzas:
sobre semejante reivindicación parece instaurarse un consenso que incluiría
hasta Barack Obama, George Soros y Mario Draghi.
Una
postura semejante queda muy lejos de una comprensión de ese nexo entre trabajo
abstracto y valor, mercancía y dinero, capital y salario, que conforma la
especificidad del capitalismo y es la causa de las actuales convulsiones.
Aunque sí es algo que responde a la necesidad, ampliamente extendida, de
señalar a un culpable, cuya desaparición lo resolvería todo sin que fuese
necesario cambiar nada del resto de la sociedad. Una visión del mundo como esta
existe, con múltiples variantes, desde hace más de un siglo, pero siempre se
trata de populismo. Y el populismo
tiene la característica de existir tanto en la derecha como en la izquierda, a
veces con argumentos casi idénticos. En la actualidad, vive un nuevo auge. El
populismo sustituye la crítica por los sentimientos, y sobre todo por un
sentimiento de fuerza inconmensurable: el resentimiento.
No es casualidad que uno de los pensadores más populares en este momento,
Slavoj Žižek, haya rehabilitado recientemente el valor político del
‘resentimiento’ (2).
No
hace falta subrayar que Céline fue, al margen incluso de cualquier orientación
política, un cantor del resentimiento, de un resentimiento en grado sumo,
contra todo y contra todos, de un resentimiento cósmico. Ahí se halla su
terrible fuerza: en expresar sin mediaciones, de forma desnuda y cruda, las
emociones que efectivamente puede suscitar la vida en la sociedad moderna,
burguesa y capitalista. Desde este punto de vista, Céline es insuperable.
Representa una verdadera tentación.
Una primera lectura, en la juventud, del Viaje
al fin de la noche puede resultar tan perturbadora como la lectura de
Nietzsche o la contemplación de El grito de
Munch. Y en todos los casos es necesario un distanciamiento posterior para
distinguir su posible contenido de verdad del simple efecto de choque.
Desde
luego, en esa parte de la crítica populista a las finanzas que utiliza un
lenguaje de ‘izquierdas’ no hay muchas referencias directas a Céline (3), y
sobre todo no las hay a sus ‘ideas’ políticas. Pero fue característico del
populismo de Céline oscilar –al menos en apariencia- entre la izquierda y la
derecha. Como es sabido, la aparición del Viaje
fue recibida por gran parte de la prensa de izquierdas como una denuncia del
capitalismo; León Trotsky en persona le dedicó un artículo sustancialmente
positivo (y por lo demás, bastante perspicaz). Evidentemente, estos admiradores
primerizos quedaron bastante desilusionados por el giro hacia la extrema
derecha que Céline dio pocos años después. Se conoce que la rabiosa oposición
entre un yo santificado y un mundo enteramente ‘malo’ puede gustar tanto a la
derecha como a la izquierda. En realidad, la apertura de Céline hacia la
‘izquierda’ fue tan solo un movimiento momentáneo y oportunista: ya en algunos
artículos publicados en revistas de medicina en 1928, proponía una medicina al
servicio de una rígida disciplina fabril, que pusiera a trabajar incluso a los
enfermos, pues los intereses del patrón valdrían más que los intereses
‘populares’ (4). Céline no fue nunca ni anarquista ni comunista y, como dice
Michel Bounan, “la cuestión no era saber cómo un ‘libertario’ había podido
conchabarse con los nazis, sino por qué un personaje como él había creído bueno
disfrazarse de libertario”.
Sin
embargo, demostrar que Céline siempre fue políticamente de ‘derechas’ deja
escapar lo esencial. Esta claro que no fue nada semejante a un ‘anarquista de
derechas’, ni alguien que se equivocase ‘noblemente’. Su caso no parece
equiparable a los de Martin Heidegger, Ernst Jünger, Carl Schmitt o Gottfried
Benn, Drieu La Rochelle o Charles Maurras. No se ve en él ni una pizca de
motivaciones argumentadas, aunque equivocadas, sino tan solo un gusto por la
abyección que no tiene igual. Por tal motivo, el Céline panfletista y
colaboracionista (que denunciaba ante los alemanes, con nombres y apellidos, a
los ‘judíos’ que aquellos, en su opinión, debían arrestar) suscita un asco, una
repugnancia muy superiores a los que provocan otros intelectuales de la época
que también se adhirieron al totalitarismo.
Aquí
podríamos llamar la atención sobre la distinción entre escritores y filósofos y
sus diferentes responsabilidades. Aunque desde hace varios decenios se intenta
poner en discusión dicha distinción en nombre de cierto ‘pensamiento poético’,
criticando la exigencia de rigor conceptual en nombre de las supuestas verdades
más profundas contenidas en la literatura, no parece del todo inútil mantener firmemente
dicha distinción de base: la filosofía no puede prescindir de la lógica y de la
estructura argumentativa. El filósofo es pues responsable de toda afirmación
que emita, porque debe ser el resultado de una cadena argumentativa anterior.
El escritor, por el contrario, puede decir simplemente aquello que ve y siente
alrededor, sin estar obligado a defender en todo momento aquello que enuncia.
Tiene mayor derecho a la contradicción. Naturalmente, existen autores (como
Nietzsche) que pertenecen a ambos géneros, pero como una mezcla que no afecta a
la diferencia de principios entre ellos. Sin embargo, no puede apelarse a ese
derecho a una relativa irresponsabilidad del escritor en el caso de Céline,
como hacen sus numerosos defensores. Sus panfletos antisemitas no son una
aberración temporal, sino el punto culminante de un odio que no es solo fruto
de una patología personal, sino la expresión concentrada de un fenómeno social.
Ernst
Jünger, que por su parte se esforzó por marcar distancias con respecto al
nazismo, se encontró con Céline en 1941, época en la que era oficial alemán en
el París ocupado. En una impresionante página de su diario, Jünger expresa su
estupor y su horror frente a un Céline que reprochaba a los ocupantes alemanes
su ‘moderación’ y los incitaba a inspeccionar París casa por casa a la caza de
judíos y comunistas. Según Jünger, para un personaje semejante, la propia
ciencia (en este caso, el racismo biológico, que pretendía ser científico)
sirve solo como arma para matar al mayor número de personas posible. En
realidad, las ideas que profesa no cuentan: son intercambiables y deben
permitirle sencillamente alzarse hasta un ‘bastión’ desde el cual propagar el
terror disparando contra la muchedumbre (5).
Sin
duda Jünger capta un aspecto central de Céline y de la mentalidad que
representa. Incluso el antisemitismo –que, de todos modos, en Céline no se
limitaba a la época de los panfletos, sino que estuvo presente desde el inicio
de su producción literaria y que incluso sus cartas muestran que no se trataba
en modo alguno de una simple pose, sino de una verdadera y auténtica obsesión- parecía
la consecuencia de una pulsión aún más profunda de aniquilar lo que se odia y
se desea al mismo tiempo. Desde este punto de vista, Céline habría podido
ponerse también al servicio de una campaña estalinista contra los ‘burgueses’ o
los ‘trotskistas’. Sin embargo, la elección del antisemitismo para canalizar su
resentimiento no era casual; la fuerza homicida del antisemitismo moderno
deriva también del hecho de estar mejor adaptado que cualquier otra ideología
para expresar ese rencor contra el mundo entero tan extendido en la época
moderna. Más que ser un simpatizante político de los nazis –por otro lado,
Céline se jactaba de despreciar todas las ‘ideas’-, Céline se encontraba en
sintonía psicológica con ellos (6) y compartía la misma ‘pulsión de muerte’ y
el mismo deseo de limpiar la tierra de ‘impuros’. Afirmar que el caso de Céline
no expresa una ideología política en sentido restringido, sino cierto
acercamiento al mundo, cierta constitución psico-social, cierta ‘mentalidad’,
no significa en modo alguno reducirlo a una cuestión de ‘carácter’ personal o
de patología individual. Todo el interés de Céline reside en su indudable
capacidad –se puede ver en ello una suerte de mérito- para expresar con fuerza
esa difusa detestación del mundo que no logra alcanzar la conciencia crítica y
que se mantiene en el nivel de un rumiar y de un refunfuñar confusos. Sin duda,
con respecto a la mediocridad satisfecha, a la convicción de vivir en el mejor
de los mundos posibles, la sensación de disgusto y de rebelión visceral parece
mucho más justificada y constituye el punto de partida de cualquier visión crítica
del mundo. Pero demasiadas veces en la historia del siglo XX se creyó que
cualquier forma de descontento podía evolucionar hacia una conducta
revolucionaria: desde el jefe de la socialdemocracia alemana August Bebel, que
a finales del siglo XIX quería ver en el naciente antisemitismo popular un
“socialismo de los imbéciles”, hasta una parte del ambiente altermundista, que
cree vislumbrar una lucha unitaria entre estudiantes ingleses y kamikazes
palestinos, o entre mineros bolivianos e hinchas de fútbol. Desde esta
perspectiva, Céline siempre contó con muchos admiradores en la izquierda. Pero
ya Trotsky observó que Céline no era un revolucionario (o que solo lo era en lo
novelístico), sino que más bien estaba “descontento de los hombres y de sus
actos”. Si Céline es revolucionario, lo es como una revuelta en los arrabales
parisinos, o como la revuelta de Reggio Calabria en 1970.
Sin
entrar en los detalles de la psicología del resentimiento, es preciso, sin
embargo, recordar que en él los perjuicios (reales o imaginarios) sufridos son
sentidos siempre y solamente como afrentas a la propia persona; el yo se ve
como víctima del ‘mundo’ o de los ‘otros’ tomados en bloque. La envidia y el
deseo de venganza son su presupuesto y su consecuencia. El resentimiento está
pues estrechamente ligado a la personalidad narcisista, que en el fondo no se
conoce más que a sí misma y niega la autonomía del mundo exterior. En efecto,
se sabe que Céline, lejos de haber estado eternamente a merced de los
acontecimientos como su héroe Bardamu, persiguió tenazmente la fama y la
riqueza y odiaba a todo aquel que no le ofrecía la satisfacción narcisista
esperada: por eso, le habría vuelto la espalda a la izquierda tras el fracaso
del Viaje en el Goncourt del año
1933, y habría escrito en 1936 su denuncia de la Unión Soviética, Mea culpa, después de regresar de un
viaje a dicho país, en el que se acababa de publicar una traducción rusa del Viaje y donde se había sentido ofendido
porque se le recibiese con menos honores que a André Gide.
Desde
luego, casi nadie defiende hoy abiertamente al Céline de los panfletos y de la
colaboración. Pero ¿no supone esto hacer una distinción entre el gran escritor
y estilista, por un lado, y sus deplorables extravíos cuando se aventuró en un
terreno que no era el suyo y del que no entendía nada? Frente a un gran
escritor, a uno de los más grandes escritores franceses del siglo XX, tal vez
–según algunas voces ‘autorizadas’- el ‘mas grande’ escritor francés del siglo
XX, ¿tales críticas no resultan mezquinas? ¿Debemos tirar por la borda al
estilista que ha hecho que la literatura francesa se divida en un antes y un
después de Céline? ¿No basta con taparle las vergüenzas con un piadoso velo
tras haberlas condenado?
Esta
posición cuenta hoy con un amplio consenso. Obviamente, resulta difícil definir
qué es un gran escritor, pero la mayor parte del mundo literario francés parece
convencida de que Proust y Céline son los ejemplos más excelsos en el siglo XX
(y se sabe que son los que mantienen viva la colección de la Pléiade, pues
están a la cabeza en ventas). ¿No es un modo de cerrar la controversia?
Pasemos
por encima de la indecencia de hablar de ‘persecución’ o de ‘censura’ en el
caso de una persona que llamaba, y de modo en absoluto metafórico, al progromo
en términos en nada diferentes de la propaganda nazi más vulgar. Es necesario
preguntarse más bien si no existe un estrecho vínculo entre su propia escritura
y su toma de posiciones.
Durante
el proceso contra Céline por colaboracionismo, que tuvo lugar en París en 1950 mientras
él se encontraba todavía en Dinamarca, la revista anarquista Le Libértaire llevó a cabo una encuesta
entre los intelectuales de sensibilidad libertaria para conocer su opinión
sobre el proceso (7). Mientras la mayoría tomaba partido por el escritor contra
la ‘represión’ ejercida por el Estado, concordando además en casi todos los
casos en el valor literario de la obra celiniana y, en general, en su papel de
denuncia anti-capitalista, los surrealistas André Breton y Benjamin Péret expresaban
la escasa estima que sentían no solo por el hombre, sino también por su obra.
Breton confiesa no haber pasado del primer tercio del Viaje y no poder separar el ‘carácter’ de un escritor de sus obras.
Tal vez veía entonces con mayor claridad de lo que lo hicieran en su tiempo el
propio Kaminski o Victor Serge (8), que aún en 1938 expresaban –con ocasión de
la aparición de Bagatelles pour un
massacre- su desilusión frente a lo que interpretaban como el cambio de
chaqueta de quien, pocos años antes, consideraban un compañero, o al menos un
autor que había descrito fielmente las tribulaciones del hombre humilde en un
mundo de opresores.
La
distinción entre escribientes y escritores de la que habla Roland Barthes, o la
establecida por Luigi Pirandello (9) entre escritores de ‘estilo de cosas’ y
escritores de ‘estilo de palabras’, no puede aplicarse a Céline. Céline parece
el ‘escribiente’ por excelencia, un ‘escritor de palabras’, pero aquí el
lenguaje se convierte él mismo en un contenido; mucho más que, por ejemplo, en
Joyce. Su desestructuración del lenguaje es en sí misma un programa político.
No
se trata solo de los contenidos
manifiestos de la obra de Céline. Se observa mucho más raramente hasta qué
punto su estilo, tan elogiado, se
encuentra, al menos desde el Viaje,
en sintonía con sus delirios ideológicos. Céline recuperó los procedimientos de
las vanguardias de posguerra, de los dadaístas y de Joyce, pero para un
proyecto del todo distinto: impedir todo juicio, seducir y violentar al lector,
sustituir la distancia y la posibilidad de control por parte de este último
–elementos que caracterizan a la novela del siglo XIX- por lo que Céline
llamaba su ‘petite musique’: una melodía sin fin que encanta y sugiere,
martillea y manipula. Los puntos suspensivos, marca de fábrica de sus novelas
tardías, y la ausencia de una verdadera sintaxis producen un flujo ininterrumpido
que nunca permite que el lector se detenga y se interrogue sobre lo que está
leyendo. Céline, en efecto, no se proponía elaborar ideas, ni siquiera de forma
literaria, sino suscitar emociones. Y esto se llama propaganda: no convencer,
sino sugerir. Hitler lo había dicho explícitamente en el Mein Kampf. Y para los
nazis, como para Céline, el razonamiento –que a menudo lleva a la duda- es
‘judío’, mientras que el ario se deja guiar por las ‘emociones’ (10). Desde
este punto de vista, las novelas de posguerra de Céline (la Trilogía del Norte) desempeñan un
interesante papel histórico de transición: si bien el incesante sucederse de
fragmentos, casi privados de sentido si se toman aisladamente, que aspiran a
estimular las pulsiones inmediatas retoman las técnicas de Goebbels, también
anuncian una técnica totalitaria aparecida solo algunas décadas más tarde: el
videoclip. Se podría decir igualmente que la escritura celiniana es una especie
de rap literario, donde nunca se toma
aliento, y por cuyo movimiento uno se deja arrollar sin preguntarse dónde nos
lleva y qué significa, mientras las palabras nos golpean en el bajo vientre. No
se discute: creer, obedecer, combatir.
(1) Anselm Jappe : Crédit à mort. La
décomposition du capitalisme et ses ennemis, Editions Lignes, París, 2011. Edicióncastellana de Pepitas de Calabaza, traducción de Diego Luis Sanromán.
(2) Slavoj Žižek : « La colère, le
ressentiment et l’acte », in Collectif, Penser à gauche. Figures
de la pensée critique aujourd’hui, Editions Amsterdam, París, 2011
(3) En
el momento en que se protesta en Wall Street, descrito por Céline en el Viaje como el templo de una extraña
religión (Voyage au bout de la nuit, dans Romans I, Gallimard,
Collection de la Pleiade, París, 1981, pp. 192-193).
(4) Ver Michel Bounan, L’Art de Céline et
son temps, Editions Allia, París, 1997, que cita las fuentes. Edicióncastellana de Pepitas de Calabaza, traducción de Diego Luis Sanromán.
(5) Ernst
Jünger, Strahlungen I (1949), Klett-Cotta-Verlag, Stuttgart, 1979, p.
320 (Trad. Esp. Radiaciones I, Tusquets
Editores, Barcelona, 2005). Después de la guerra, Céline intentó procesar a
Jünger por estas descripciones.
(6) Algo
destacado precozmente por el exiliado alemán H. E. Kaminski en su opúsculo Céline
en chemise brune (1938), última edición en Editions Mille et une nuits,
París, 1999.
(7) Recientemente
reeditada en la revista A Contretemps (París), nº 40 (2011).
(8)
Victor
Serge, « Pogrom en quatre cents pages » (1938), en Victor Serge, Retour
à l’Ouest. Chroniques (juin 1936-mai 1940), Agone, Marsella, 2011.
(9) « Discorso
alla Reale Accademia d’Italia » (sobre Giovanni Verga) (1931), en Luigi
Pirandello, Saggi, Poesie, Scritti varii, edición a cargo de Manlio Lo
Vecchio-Musti, Arnoldo Mondadori Editore, Milán, 1960, pp. 391-393.
(10)
Cf. Kaminski, op. cit.
1 comentario:
Me encanta el análisis, pero... ¿hay una crítica velada al rap? Je... De todas formas no estoy de acuerdo en todo. En algunos casos me parece demasiado concienzudo y en otros muy simplista. No me puedo extender, pero para mí que no son fragmentos prácticamente sin sentido, ni si quiera las de Norte... Un saludo-
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