El
Comisario está estribado contra el escaparate de una tienda cerrada, en una
calle sin tráfico ni gente. Un viento leve le va arrancando la ceniza del
cigarrillo que se le consume entre los labios agrietados. Transcurren algunos
minutos. Cuando siente que la toba está a punto de quemarle los labios, la
arroja sobre el polvo y la apaga de un escupitajo. Después se queda observando
el esputo de color gris hasta que oye el ruido de unos pasos que se aproximan
desde el otro extremo de la calle. Piensa: “si fuera alguien con ánimo de
matarme, ya estaría muerto. Quiero decir: YO estaría muerto”. Piensa: “en otro
tiempo, aquí debían de proliferar los seres, las cosas vivas. Pero ya no”.
Piensa: “¿cuántas son tres por veintisiete? ¿Y por veintinueve?”. Y también: “siento
retortijones. Tal vez sean los nervios, la excitación. Pero ¿nervios de qué? ¿Nervios
por qué?”. La seca percusión de los pasos del extraño se hace sentir ahora muy
cerca y su eco llena por completo cada rincón de la calle vacía. El Comisario
piensa: “el crotoreo de las cigüeñas” y vuelve la cabeza hacia el lugar del que
procede el sonido. Una figura difuminada por el sol que le queda a la espalda se
acerca por la otra acera. El Comisario aprieta los párpados y, haciendo visera
con la mano derecha, trata de determinar la identidad del caminante. Cuando
casi lo tiene enfrente, repara en que es un hombre que porta un maletín de
cuero raído y calza unas botas desgastadas de lo que parece piel de serpiente.
Del interior del maletín sale un clic, clic, clic de hierros que chocan entre
sí. El hombre se detiene al llegar a la altura del Comisario e imita su gesto:
frunce los párpados y se cubre los ojos con la mano que tiene libre. Luego le
saluda alzando ligeramente el mentón. Al Comisario le vienen vislumbres de
recuerdo a la mente, retazos de descripciones, fotografías desvaídas que le
dicen que conoce a ese tipo, que ya lo ha visto en algún lugar. Y entonces cae
en la cuenta: esa figura espigada que lo observa desde el otro lado podría ser
Tom. Cierto es que tiene un aspecto más avejentado de lo que él pensaba, que
tiene el rostro afeitado y el cabello cortado casi al rape, que parece algo más
magro que el Tom que él recuerda o imagina, pero con todo… El Comisario le
devuelve el saludo y se diría que el otro lo interpreta como una invitación a
aproximarse, de forma que, antes de que pueda darse cuenta, ya lo tiene apenas a
un palmo de distancia. Durante unos instantes ambos se miran sin hablar, pero
enseguida el hombre deja el maletín a sus pies y comienza a palparse los
pantalones y la chaqueta de cuero en busca de no sé sabe muy bien qué. Por fin,
extrae un arrugado paquete de cigarrillos de uno de los bolsillos de la camisa
y le ofrece de fumar al Comisario. El Comisario lo rechaza con un gesto de la
mano. “Acabo de tirar uno”, dice señalando la colilla circundada por un menudo
halo de humedad, y el otro le replica con una media sonrisa esquinada. “¿Y
fuego? ¿Tendría usted fuego?”. El Comisario se saca un chisquero plateado del
bolsillo interior de la americana y le brinda la llama al extraño. Este la
protege del viento con ambas manos y deja escapar un “gracias” por la comisura
de la boca. Después echa hacia atrás la cabeza y expulsa el humo hacia lo alto.
“Es como si aullase”, dice para sí el Comisario, mientras se guarda el
encendedor y se queda observando la prominente manzana de Adán del hombre, los esternocleidomastoideos en
tensión, la silueta de la carótida.
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