Cuando tenía nueve años, pasé un mes en Texas con mi abuela durante
las vacaciones de verano. Vivía junto a una iglesia y un día en la
iglesia se celebró una boda. Me pasé por allí, yo solo, para asistir al
festejo. Había una niña rubia más o menos de mi edad, con un vestido
blanco emperifollado, encima de una pasarela bordeada de antorchas
hawaianas encendidas. Pensé que era lo más hermoso que había visto
nunca. La observaba maravillado cuando una de las antorchas se cayó y
prendió su vestido. En menos de un segundo, todo su cuerpo estaba
envuelto en llamas. Lo siguiente que recuerdo es que, 48 horas después,
un oficial de policía me encontraba conmocionado bajo la casa de mi
abuela. No sé si la niña sobrevivió o murió.
Cuando tenía once años, estaba jugando con mis amigos entre los
arbustos que había frente a mi casa. Queríamos cavar un hoyo, pero como
no pude encontrar una pala en el trastero, utilizamos un hacha. Uno de
mis amigos estaba dándole hachazos al suelo cuando inesperadamente surgí
de entre los arbustos justo donde él hacía el agujero. El hacha me
golpeó en plena cabeza, abriéndome una gran brecha y dejándome
inconsciente. Mis amigos se asustaron y me abandonaron allí. Finalmente
recuperé la conciencia, me di cuenta de que sangraba a borbotones por la
cabeza, alargué la mano para ver qué pasaba y toqué lo que reconocí
como mi cerebro al descubierto. Corrí hacía la puerta de nuestra casa y
me llevaron a toda prisa al hospital. Los médicos me salvaron la vida,
pero durante meses estuve postrado en cama con fuertes dolores. El chico
que me había dado el hachazo estaba tan traumatizado que no volvió a
mirarme a los ojos ni a hablarme nunca más. Se suicidó cuando tenía
quince años.
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