jueves, 22 de marzo de 2007

RAROS. El Barón Nicolas de Gunzburg (y III)

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Respecto precisamente de los elementos sonoros de la película, el Barón aún guardaba una buena sarta de divertidas anécdotas más de treinta años después. “Los efectos sonoros –cuenta a los Weinberg- también los añadieron en la UFA, y los ruidos de los animales como el canto del gallo y los ladridos de los perros y los gritos de los loros fueron obra de imitadores profesionales. […] Cada actor –continúa- se especializaba en un solo grito de animal. Creo que eran como unas diez personas, en fila, haciendo ruidos extraños”. La escena de los berreadores guardando cola para soltar sus graznidos y rebuznos es, desde luego, aun más graciosa si se tiene en cuenta que los resultados en la pantalla están muy lejos del efecto cómico.

Vampyr se proyecta por vez primera en Conpenhague, la ciudad natal de Dreyer, y se ve favorecida tanto por el público como por los opinadores de profesión. En Berlín, sin embargo, las cosas discurren de distinta manera; en su primer pase alemán y según recuerda Nicolás, la platea estalla en un tronante y casi unánime abucheo. Según parece, la vaporosa y onírica visión del vampirismo del cineasta danés no acaba de encajar en los gustos del público germano. En París, hay de todo: desde la estupefacción y el desconcierto hasta el culto embelesado de algunos cinéfilos del mundillo artístico –como Misia Sert- que la vieron asombrados una y otra vez.






La trayectoria cinematográfica del Barón –acaso por fortuna- se detiene aquí. Por otro lado, tras la aventura dreyeriana, Gunzburg descubre que su capital no es tan abultado como podía pensarse. Nicki, como le apodarán luego sus amigos estadounidenses, tiene algo de esos personajes fin de race de la literatura decadentista decimonónica; está mejor constituido para dilapidar que para ganar dinero. Así que en el 34 decide gastar los últimos francos que le quedan en dar una última y fastuosa fiesta, Le Bal de Valses, una farra que aún sería recordada en los medios del París galante muchos años después, y en mercar un pasaje de barco que, algo más tarde, lo llevará hasta los Estados Unidos de América.

El primer destino del Barón en los States es California, Los Ángeles, Holywood. Es probable que aún le pique el gusanillo del cinematógrafo y quiera invertir sus talentos –ya que no su fortuna- en la construcción de la máquina de sueños. Los europeos exiliados que buscan su hueco en la industria del cine yanqui son ya legión por esas fechas, y un diletante como Nicki no parte desde una posición favorable en la competición. Sea como fuere, lo cierto es que el comienzo de su carrera como actor coincide también con su final. Holywood no lo quiere o es él que pierde interés, da lo mismo. El caso es que el Barón se cansa pronto del clima templado de la California y cambia de costa. El 10 de noviembre de 1936 ya está en Nueva York.





Pero el desplazamiento va a ser algo más que geográfico. Abandonadas –por los motivos que fueran- las esperanzas de continuar trabajando para el cine, el Barón pone la vista en una profesión que se compadece igual de bien con su condición de dandy europeo venido a menos: el mundo de la moda. El vampiro de Dreyer se transforma como por ensalmo en un árbitro de la elegancia en el Nuevo Mundo. Escribe para Town and Country, para Vogue, para el Harper’s Bazaar, revistas en las que además ocupa la posición de máximo responsable de la sección de estilo. Bill Blass, Óscar de la Renta y, sobre todo, Calvin Klein, el de los calzoncillos, terminarán, por cierto, considerándolo su mentor e inspirador.

En el 64, los Weinberg le interrogan: “¿Sigue usted siendo cinéfilo?” “Pues temo que cuanto más largas se hagan las películas más disminuya mi entusiasmo”, es la respuesta de Nicki. Y, sin embargo, su colaboración con Dreyer ocupó siempre un espacio más que destacado ente sus recuerdos. Se dice que tras su muerte, entre los papeles en desorden que abarrotaban el despacho de su casa en la isla de Hemlock, además de unas inconclusas memorias que el Barón había comenzado a redactar a instancias de Calvin Klein, se encontró un recorte del Times del año 1970. En el artículo en cuestión, el crítico cinematográfico del diario elogiaba algunas obras maestras del horror de la época muda y, con especial énfasis, la película en la que Nicolás había participado. Sobre el papel amarillento había una nota al margen: “Fame at last!”

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