II Cuán mal gestionado ha sido el capitalismo en Italia y por qué (1943-1967).
Italia mía, aunque el hablar sea vano
a las llagas mortales
de que tan lleno está tu cuerpo hermoso,
[…]
sea yo mensajero
de Tu verdad, diciendo mi palabra.
PETRARCA, Il Canzoniere.
Rápidamente hemos enumerado los logros objetivos que el capitalismo ha obtenido en estos últimos años. Pero, puesto que no tenemos la intención de hacer aquí una apología de dicho mundo –apología cuya utilidad no pretendemos negar en el dominio propio de la propaganda-, es necesario considerar en este momento, mediante algunos temas resumidos, los orígenes de la crisis interna de nuestro país, crisis que exige de nosotros que la comprendamos y la afrontemos sin dilación.
Es sabido que, en los Estados, cualquier enfermedad es en principio difícil de conocer, pero fácil de curar; y que, al progresar, el mal se hace cada vez más fácil de conocer, pero más difícil de sanar. Por lo que a Italia concierne, estamos convencidos de que, si hasta el día de hoy se nos ha ahorrado un puro y simple desastre político-económico sin vuelta atrás, ha sido más gracias a la relativa debilidad contingente de las fuerzas adversas que a los méritos y la prudencia de nuestros hombres políticos.
Si queremos evitar que, a fuerza de fiar en la suerte y en la esperanza, el mal no se haga demasiado fácil de conocer, es preciso establecer de forma inmediata su diagnóstico, y comenzar simultáneamente un tratamiento de choque antes de que los trabajadores comprendan sus proporciones y gravedad, lo que infaliblemente les abriría nuevas posibilidades y nuevos pretextos de lucha, al tiempo que radiantes perspectivas de victoria. El actual quietismo de la clase dirigente, que teme siempre actuar o que no actúa sino en el temor, la ridiculiza incluso ante las masas populares incultas: los pueblos están cansados algún tiempo antes de apercibirse de que lo están, y nada anima ni mantiene mejor un movimiento que el ridículo de aquellos contra los que se dirige. Tales situaciones son siempre muy peligrosas tanto para los primeros como para los segundos, porque acarrean de un lado la desesperación impotente y, del otro, un ardor fatal. Para no caer en los riesgos opuestos de dramatizar o desdramatizar la crisis actual, no hay más que una sola vía: comprender exactamente su naturaleza y profundidad reales.
Nuestra historia, desde 1948 a 1968, mirada desde la distancia y en su conjunto, se nos aparece como la representación de una lucha encarnizada que, durante su primer lustro, hasta las elecciones del 18 de abril de 1948, vio a la mayoría del país oponerse al Antiguo Régimen del Reino de Italia, nacido ya viejo, y del cual el fascismo fue el episodio supremo y el más reciente arcaísmo. Era justamente a sus rutinas tradicionales, a sus recuerdos poco gloriosos, a sus ilusiones de grandeza siempre decepcionadas y a sus mediocres representantes, a los que el conjunto de la sociedad italiana se oponía como un solo hombre.
Las elecciones de 1948 clausuraron definitivamente este primer período de colaboración a coro entre la burguesía y las clases bajas de nuestro país, puesto que el Antiguo Régimen había sido destruido para siempre. Al poner fin a las ilusiones de los obreros, que depositaban todavía sus esperanzas en una posibilidad de colaboración entre sus representantes en el parlamento y los representantes de las clases acomodadas, la burguesía se había mostrado mucho más realista que ellos. El triunfo de la clase media fue doble: contra todo lo había estado por encima de ella en el difunto Reino y contra todo lo que debía permanecer por debajo. Se trataba de un triunfo completo, pero no ha sido definitivo más que en relación con lo que estaba por encima de los burgueses, aquella vieja aristocracia decadente de la gran propiedad territorial. En este sentido, la victoria fue efectivamente completa, pues todos los poderes económicos y productivos, todas las prerrogativas, así como el gobierno de la joven República en su totalidad, se encontraron reunidos, como en un monopolio, en el interior de las fronteras que definían a dicha burguesía, que desde entonces se convirtió en dirigente única del ex –Reino: tomó posiciones en todos los puestos útiles del poder, multiplicando prodigiosamente su número, y bien pronto se acostumbró a vivir de ellos, tanto del Tesoro Público como de su propia industria.
Pero por otro lado, se trató de un éxito provisional, porque todas aquellas clases que también habían contribuido –primero, bajo el fascismo, después en la Resistencia y, finalmente, durante el período constituyente- a la lucha contra el Reino, se vieron, por decirlo así, ‘expropiados’ de la mayor parte de los frutos de la victoria en el momento mismo en el que ésta se volvía definitiva. En una situación semejante, no estaba permitido hacerse demasiadas ilusiones sobre la posibilidad de evitar un nuevo enfrentamiento en el interior mismo de la coalición de fuerzas heterogéneas que salían victoriosas del conflicto precedente, ya para entonces acabado. Este conflicto, que se inscribía en el más vasto conflicto de hostilidades mundiales, había sin embargo debilitado lo bastante a la población trabajadora como para permitir que la burguesía se consagrase a sus propios intereses sin temor a encontrarse de nuevo obligada a medirse con un adversario fuerte y unido.
En otro orden de cosas, algunos hechos decisivos contribuyeron, después de 1948, a reforzar aun más la posición de la nueva clase dominante: ante todo, la estrategia política elegida por Togliatti, por los comunistas y por la izquierda en general no estaba en modo alguno en contradicción con las nuevas necesidades del nuevo centro democrático y liberal, puesto que, bajo el lema suficientemente vago de la ‘reconstrucción’ económica del país, las tensiones sociales reaparecidas se vieron momentáneamente congeladas; y recíprocamente, a medida que dicha reconstrucción se producía efectivamente, las pasiones políticas se calmaban, al tiempo que se desarrollaba con paso vivo una riqueza pública y privada como Italia no había conocido jamás. Tampoco puede olvidarse, en fin, hasta qué punto la Guerra Fría, aumentado hasta el extremo la tensión internacional, ha servido oportunamente para desapasionar y desactivar las verdaderas razones del conflicto interno, que constantemente se veían proyectadas más allá de nuestras fronteras. El episodio insurreccional de julio de 1948, cuyo pretexto había sido el atentado contra Togliatti, fue la única consecuencia ruidosa de la decepción de los trabajadores tras las elecciones del 18 de abril, y fue la ocasión en la cual los comunistas italianos, que la reprimieron lealmente en el interior de sus propias tropas, dieron pruebas de su coherencia y responsabilidad con relación a sus elecciones políticas democráticas.
Desde entonces, las necesidades particulares de la burguesía se convirtieron en las necesidades generales del gobierno republicano; dominaban por igual la política exterior y los asuntos internos del país. El espíritu de entonces era activo, industrioso, pausado; eso que llaman deshonestidad política encontraba siempre justificaciones precisas. Era un espíritu tímido por temperamento, pero que sabía ser temerario por egoísmo, moderado en todo, excepto en su mediocre gusto por el ‘bienestar’. Un espíritu semejante habría podido obrar milagros de haber poseído siquiera un poco de esa nobleza de intención que siempre nos ha parecido indispensable, pero por sí solo no podía producir más que una serie de gobiernos débiles, sin virtud y sin grandeza. Dueña de todo como no lo había sido ninguna aristocracia en la península, la clase media –o mejor dicho, aquel sector de la clase media al que debería llamarse la clase gobernante- se había acuartelado en su poder y, muy poco después, en su particularismo: ella misma adquirió el aspecto de la industria privada y dejó prácticamente de ser la expresión política de la industria privada propiamente dicha. Ninguno de sus miembros parecía pensar ya en los asuntos públicos si no era para volverlos en provecho de sus propios intereses privados, o de los intereses de su corriente política, mientras que los detentadores del poder económico y las gentes del pueblo, en una inconsciencia alegre que por una vez los unía, se ocupaban cada uno de sus intereses individuales, grandes para los unos y pequeños para los otros, contribuyendo así al éxito engañoso de la ideología del bienestar.
La posteridad, que no percibe más que los crímenes estridentes y a quien se le escapan de ordinario los vicios que se encuentran en el origen de las más graves crisis, acaso no sepa jamás hasta qué punto los sucesivos gobiernos italianos habrían adquirido, de manera imperceptible pero creciente, los modos de una compañía comercial, para la cual todas las operaciones se realizan en función de los beneficios que pueden obtener sus socios, aunque naturalmente bajo el estandarte del interés público. Cuando algunos de los más autorizados representantes del poder económico comenzaron a inquietarse por los riesgos y por los costes de un sistema de gobierno semejante, la propia dirección de la democracia cristiana, para entonces acostumbrada a considerar cualquier ministerio como una sinecura que debía garantizarse a cada uno de sus notables, no retrocedió siquiera ante el recurso al más triste de los chantajes, amenazando con hacer públicos algunos virtuales escándalos, en los cuales el poder económico no estaba menos implicado que el poder político, con el solo fin de mantener las riendas del gobierno con el mismo estilo de imbroglio y de incapacidad. Ciertamente, fue un error ceder ante este chantaje. Casi todas las bajezas políticas de las que hemos sido testigos involuntarios y, en la mayor parte de las ocasiones, impotentes, se han derivado, en nuestro país, o bien del hecho de que los hombres que se han introducido en la vida política, desprovistos de patrimonio personal, temen su ruina si abandonan su puesto, o bien del hecho de que su ambición, sus pasiones personales y sus temores les hacen tan obstinados en la continuación de su carrera en el poder que consideran con una especie de horror la simple idea de abandonarla; todo lo cual falsea su juicio y les obliga a sacrificar el futuro en aras del presente, y su honor por su posición.
Por otro lado, nadie debería descuidar las responsabilidades de los Estados Unidos, que se diría otorgan una mayor confianza a la estabilidad forzada y artificial de la clase política italiana –que, evidentemente, presentaba como su propia obra el reciente bienestar al cual acababa de acceder el país- que a los auténticos artesanos del milagro económico, que son los industriales y los empresarios en general.
La parálisis político-económica actual, que debería ser, directamente, el principal resultado de una conducta tan irresponsable, era la cosa menos imprevisible del mundo, y, sin embargo, era contemplada en aquel momento como una profecía de Casandra; y quien se ponía en guardia contra una tal eventualidad, como nosotros mismos nos hemos cansado de hacer, sino era objeto de las burlas públicas, se debía, en el mejor de los casos, a un recuerdo de respeto, y en la mayoría de las ocasiones, por puro y simple temor. A los elogios para con nuestra presunta previdencia, que en el presente nos vienen un poco de todos lados, hubiésemos preferido más modestamente una audiencia más atenta en la época en la que aún había tiempo de evitar esta dolorosa situación.
En un mundo político así construido y así conducido, lo que más se echaba de menos era la propia vida política. Por su parte, la mayoría de los industriales y, en términos generales, de los detentadores del poder económico, una vez más demasiado devotos de su religión del laissez faire, no entrevieron con una claridad suficiente las consecuencias, evidentemente más dañosas para ellos que para los hombres políticos, de una doctrina semejante erigida como regla única de la política italiana, y fiaron demasiado en una fuerza de inercia que habría debido hacer funcionar ‘automáticamente’ la maquinaria político-económica, siguiendo sus propias reglas internas, tanto mejor cuanto menos se ponía la mano sobre su delicado mecanismo. Lo que alegremente no se tenía en cuenta era la sociedad en la cual se emplazaba dicho ‘automatismo’, y las profundas transformaciones que había experimentado en los últimos veinte años. Los industriales, a los que con justicia aburrían los discursos vacíos y verbosos del gobierno, depositaban en cambio una extravagante confianza en los simplistas estudios técnicos de mediocres economistas, de los cuales se había puesto de moda rodearse, y a quienes pedían previsiones que los tranquilizasen acerca de las evoluciones y crecimientos de sus beneficios. Cuando llegó la época crítica en que tales previsiones eran desmentidas punto por punto, siguieron demandándolas, como para compensar las pérdidas reales con certidumbres ilusorias, de las que tenían cierta impaciencia por volverse esclavos. Una neurosis colectiva parecía haberse apoderado de estos hombres a los que faltaba la formación mental de sus padres y el carácter de sus abuelos. De ellos habían heredado el patrimonio, pero no el coraje, el orgullo, pero no la digna prudencia. Los primeros reveses bastaron para deprimirlos psicológicamente y para arrebatarles el espíritu de libre iniciativa. Perdieron de este modo, progresivamente, hasta la indispensable solidaridad de clase que debería ser su primera defensa frente al excesivo poderío político y las crecientes pretensiones de sus obreros; y todo esto acabó por degradarse en una suerte de ley del silencio, cómplice, en una común impotencia de la clase política por la cual, en realidad, se dejaban extorsionar.
La nación en su conjunto sentía, ahora abiertamente, un tranquilo desprecio tanto por el poder económico como por la administración política, que los interesados tomaban de forma errónea por una sumisión confiada y satisfecha de la que no percibían su cercano final. Lentamente, el país se dividía en dos partidos desiguales, pero todavía no enfrentados: arriba reinaban la languidez, el aburrimiento, la impotencia y la inmovilidad; abajo, por el contrario, la vida política comenzaba a manifestarse con síntomas febriles, irregulares y aparentemente extra-políticos o extra-sindicales, que el observador atento podía recopilar sin dificultad. Hemos tenido el infortunio de ser uno de esos observadores y hemos sido, en consecuencia, mucho más sensibles a la inquietud que crecía y arraigaba en el corazón de nuestra sociedad a medida que las costumbres públicas se degradaban ante la indiferencia general; favorecidos sin duda por nuestra integridad personal, que se ha querido siempre por encima de los intereses de partido, y por el hecho mismo de que nuestros intereses nunca han dependido de las oportunidades, favorecidos asimismo por nuestra posición, que exige un carácter poco inclinado a los falsos temores y a las falsas consolaciones, nos ha sido fácil penetrar en el juego de las instituciones, al mismo tiempo que en la masa de los pequeños hechos cotidianos, para examinar con total frialdad la evolución de las costumbres y las opiniones del país, tanto en la clase dirigente como entre los trabajadores. De esta manera, y en modo alguno gracias a la quimérica sabiduría que hoy en día se nos quiere atribuir, hemos podido discernir claramente los numerosos indicios que de ordinario han aparecido en la historia antes de cada una de sus catástrofes y que anuncian, en todos los casos, las revoluciones.
Hacia finales de 1967 estos síntomas se habían multiplicado de tal forma que creímos nuestro deber comunicar nuestra preocupación a aquel que, por la misma posición que ocupaba, debía verse concernido más que nadie por la comprensión de su gravedad y tener el mayor interés en prevenir sus más funestas consecuencias.
La Constitución de la República italiana –decíamos entonces- había abolido todos los privilegios seculares y destruido todos los derechos reservados, dejando sin embargo subsistir uno fundamental: el de la propiedad privada, con la perspectiva utopista de extenderlo a todos y cada uno. Pero –añadíamos- era necesario que los propietarios, en un periodo en el que los Estados de la mitad de Europa debían afrontar un descontento creciente de los trabajadores y del conjunto de la generación más joven, no se hiciesen demasiadas ilusiones sobre la solidez de su situación, ni se imaginasen que el derecho a la propiedad era una muralla infranqueable por el solo hecho de que, hasta el presente, en Europa occidental, nunca había sido franqueada, porque nuestro tiempo no se asemeja a ningún otro. Demostrábamos allí cómo en origen, cuando el derecho a la propiedad no era sino el fundamento de muchos otros derechos, se lo defendía sin demasiadas dificultades o, más bien, no se osaba atacarlo directamente; entonces constituía en cierto modo las murallas de la sociedad, en tanto los demás derechos y privilegios eran sus defensas avanzadas; los disparos no podían alcanzarlo y, por otro lado, jamás se pretendía abordarlo seriamente. Pero hoy, cuando el derecho a la propiedad parece ser, para mucha gente, el último vestigio de un mundo aristocrático destruido de jure et de facto, cuando, al ser el único que se mantiene en pie, se presenta con una mayor evidencia como el único privilegio aislado en una sociedad nivelada, ahora que todos los demás derechos reservados, mucho más discutibles y justamente odiados, ya no le sirven de parapeto, el mismísimo derecho a la propiedad es puesto en cuestión de la forma más peligrosa y con una violencia contagiosa: ya no es el que lo ataca, sino el que lo defiende quien parece obligado a justificarse.
Lo que sucedió en Francia durante el mes de mayo de 1968, confirmaba nuestras preocupaciones y certificaba la gravedad del acontecimiento, y mostraba al mundo que había llegado un tiempo en el que nuestra forma de sociedad se encontraba, del modo más malsano, dividida entre dos grandes partidos: la lucha política real, aquella que no se puede impedir ni ganar con los discursos, aquella que tenía inevitablemente como escenario las fábricas y las calles, enfrentaba ahora a quienes poseen y a quienes están privados de ese derecho, y no se perdía, bajo mil pretextos diversos, ninguna ocasión para elegir la propiedad como campo de batalla y el trabajo asalariado se convertía día a día y en todos los ámbitos el casus belli. Nuestro calendario político podría haberse ilustrado con una antigua máxima: « Le mal n’est jamais à son période, que quand ceux qui commandent ont perdu la honte, parce que c’est justement le moment dans lequel ceux qui obéissent perdent le respect ; et c’est dans ce même moment où l’on revient de la léthargie, mais par des convulsions. » [Cardenal de Retz (1613-1679), Mémoires]
De este modo hemos visto, en Francia en 1968 y en Italia en 1969, a nuestra clase temblar sin valor ni dignidad, como conmocionada ante el fantasma de su muerte inminente. Más adelante, esa misma burguesía, como despertada de una pesadilla, se ha creído definitivamente salvada, sin buscar un suplemento de explicaciones. Por nuestra parte, jamás nos hemos permitido compartir ninguno de esos dos errores, pues siempre desconfiamos de esos efectos que los caprichos pasajeros, determinados por tal o cual circunstancia, tienen sobre el espíritu humano; y porque estamos demasiado bien informados de esas singulares doctrinas que, de vez en cuando, aparecen o son redescubiertas por todos lados y que, bajo nombres y etiquetas diferentes, poseen todas el común denominador de negar el derecho a la propiedad y el deber del trabajo asalariado. La gravedad del estado que habían alcanzado las cosas podía medirse considerando la extrema facilidad con que tales ideas se difundían en las fábricas, en los barrios, en las escuelas, en las oficinas, y los entusiasmos que eran capaces de suscitar.
“La belleza –decía Stendhal- es una promesa de felicidad”, y nosotros estamos de acuerdo en que todas estas nuevas teorías, o ideas apenas esbozadas, denuncian ante todo la palidez, el aburrimiento y la routine de la supervivencia cotidiana en las sociedades industriales, la fealdad real que se ha adueñado del rostro de nuestras ciudades abandonadas a los urbanistas y a los especuladores de todo pelaje, la polución del aire, de los alimentos y de los espíritus impuesta democráticamente a todos los habitantes de los centros urbanos. En consecuencia, comprendemos fácilmente que esta crítica ‘global’, por muy imprecisa que generalmente sea, dé en la diana y tenga tanto predicamento entre los espíritus impacientes y hastiados por las diversiones y los llamados loisirs que esta sociedad puede ofrecerles, y nos explicamos asimismo hasta qué punto, en el presente, se ha vuelto objetivamente sencillo hacer creer a los trabajadores cualquier cosa que provenga de canales de información distintos de los habituales, acusados –a menudo con razón- de ocultar la verdad y de haberse especializado en la manipulación de mentiras que, durante años, la mayoría del país se había creído. La decepción, cuyos efectos son siempre peligrosos, se ha adueñado de los pequeño-burgueses, que en estos últimos años han visto cómo se esfumaba aquella promoción social que les habían prometido los partidos a los que daban sus votos: esta decepción de los pequeño-burgueses, menos temible que la rabia obrera, se ha manifestado en primer lugar a través de la contestación que los hijos de esta clase han puesto en marcha en la escuela y en la universidad y que, más tarde, se ha extendido a las familias mismas, que políticamente se han orientado bien hacia la oposición de derechas, bien –en la mayoría de los casos- hacia la oposición de izquierdas. De esta manera, el Partido Comunista ha podido compensar las pérdidas electorales provocadas por la defección de una parte de su base obrera, transformada en radical y que escapa a su control. Lo que, no obstante, nos parece más inquietante es esa vulnerabilidad a las ilusiones de felicidad y de belleza que nuestra clase política ha creado en todas las clases que, por vocación o por decepción, hoy se oponen abiertamente a la burguesía; esta última ha dispuesto el campo de batalla sin disponerse para la batalla contra la otra clase, olvidando aquella infernal profecía según la cual:
“Se han de chocar los dos eternamente; éstos han de surgir de sus sepulcros con el puño cerrado, y éstos, mondos.” [Dante Alighieri, Inferno, Canto VII, 55-57]
Imágenes de Federico Patellani, Uliano Lucas, Debord-Jorn y Thomas Haley.
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