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III. De qué modo recomienza la guerra social y por qué no había nada más funesto que creerla ganada (1968-1969).
“Lo que causa el adormecimiento de los Estados que sufren es la duración del mal, que se apodera de la imaginación de los hombres y les hace creer que no acabará jamás. En cuanto encuentran ocasión para escapar de él, la cual no falta nunca cuando se alcanza un cierto punto, quedan tan sorprendidos, contentos y enardecidos, que de golpe pasan al otro extremo, y bien lejos de considerar las revoluciones como imposibles, las consideran fáciles; y tal disposición es en sí misma y en algunas situaciones capaz de ponerlas en marcha.”
Cardenal de Retz – Memorias
NUESTRAS PREOCUPACIONES SOCIALES no han nacido evidentemente de un impulso romántico del corazón, sino de una reflexión de la inteligencia, porque en la miseria, relativa pero incontestable, de ciertas capas sociales, vemos menos una dolencia que haya de ser sanada –utopía demagógica sobre la cual dejamos especular a otros de buena gana- que un desorden que hay que prevenir.
En ningún otro tiempo, sin embargo, han sido enunciados tantos principios y conceptos a tal respecto como en el nuestro, ni con tantas pretensiones ni tanto universalismo. Aunque la historia parezca presentarse, en la mayoría de los casos, como un conflicto de intereses y de pasiones, nuestra historia reciente, hasta estos últimos años, y por más que las pasiones no hayan faltado, se ha presentado más bien como una lucha entre principios de justificación y, sólo parcialmente, como una lucha de pasiones subjetivas y de intereses objetivos casi siempre ocultos bajo la bandera de ciertos argumentos justificativos “superiores”.
Durante años hemos asistido impasibles al lamentable espectáculo que nos ofrecía un sector de nuestra burguesía que se justificaba ante la otra por pretender erigirse en defensora del pueblo “explotado”; y recíprocamente, la otra parte, que también se enredaba en estos enfrentamientos, era acusada de perseguir sus intereses egoístas. Era un modo como cualquier otro –aunque menos útil que algunos otros- de pasar el tiempo, en una época en que aún nos podíamos permitir perderlo. Nosotros percibíamos por nuestra parte que todo el ficticio interés que estos señores, por otro lado respetables, mostraban ante las cuestiones sociales tenía principalmente un origen psicológico; poseía en sí mismo un carácter justificativo y respondía, más o menos, a la necesidad “moral” de tranquilizar de una manera u otra la propia consciencia, en aquel periodo, para ellos eufórico, del “milagro económico”. Se discutía, con una desenvoltura académica y una ignorancia estudiantil, sobre cuestiones sociales porque la nueva clase media las creía casi resueltas y no había conocido ni comprendido la amplitud de los sobresaltos revolucionarios de 1919-1920, ni tampoco el modo en que la burguesía de entonces había disuelto aquel movimiento. En la realidad, sin embargo, tras esa fachada “sensible” se disimulaban, sólidamente unidos entre sí, una vaga inquietud y un desinterés auténtico por la sociedad civil. A la pérdida, entre las filas de la burguesía, de lo que había sido su conciencia de clase se correspondía la pérdida de su seguridad y una gran timidez: en nuestra opinión, esta última hornada de burgueses tenía miedo de tener razón e incluso miedo de tener miedo; poco después, de hecho, debían darse cuenta de que tenían razones para tener miedo.
La falta de interés de las clases dirigentes por las mutaciones acontecidas en la sociedad civil había alcanzado, en efecto, su culmen cuando un hecho imprevisto de alcance mundial vino bruscamente a despertarlas; eso sí, de una manera traumatizante.
Los acontecimientos insurreccionales que hicieron temblar a Francia en el mes de mayo de 1968 mostraban de forma indiscutible que una nueva revolución social, liberada de todas las ilusiones y desilusiones anteriores, llamaba a la puerta de las sociedades modernas. En principio no se comprendió y, más tarde, se ocultó –y no sin motivo-, pero esta insurrección fue, por su mera existencia, el fracaso más escandaloso y más terrible que la burguesía europea haya sufrido desde 1848. Como en 1848, el viento de la rebelión soplaba por toda Europa y se respiraba tanto en Francia como en Alemania, tanto en Italia como en Checoslovaquia, tanto en Yugoslavia como en Inglaterra: en todas partes, bajo diferentes formas y de distintas maneras, era contra este mundo que es el nuestro contra el que se revolvían, con una violencia más o menos pronunciada, los pensamientos y los actos de las poblaciones en rebelión abierta contra la sociedad, de esas mismas poblaciones que, desde hacía medio siglo, parecían haber olvidado, al igual que las clases dirigentes, eso que en el siglo XIX se llamaba “cuestión social”.
No es necesario insistir aquí en recordar que Francia conoció entonces la huelga general más amplia y prolongada que jamás haya paralizado la economía de un país industrial avanzado, ni que se trataba al mismo tiempo de la primer huelga general “espontánea” de la historia: todo el poder del Estado, de los partidos políticos y hasta de los sindicatos fue sencillamente borrado del mapa durante varias semanas, mientras que las fábricas y los edificios públicos se encontraban ocupados en todas las ciudades. No entra en los propósitos de este panfleto demostrar por qué los acontecimientos de mayo fueron profundamente revolucionarios y, virtualmente, más peligrosos para el mundo que la Revolución rusa, porque no queremos obligar a nadie a compartir dicha opinión; nos limitaremos, pues, a considerar que el acontecimiento se mantiene como un muy amenazante precedente y que las ideas del movimiento que comenzó entonces se han infiltrado en todas partes, pues, por todos los rincones de Europa, las clases pobres han aumentado en número y su importancia ha crecido más que su tren de vida, y sus aspiraciones más que su poder.
Desde la Revolución francesa, es decir desde que la burguesía asumió por todos lados las responsabilidades políticas de la dirección de los Estados, los pueblos han pretendido, en cualquier lugar, abandonar su condición, cambiando a su medida las instituciones políticas; pero, después de cada cambio, han constatado que su suerte no había mejorado en realidad, o bien que mejoraba con una lentitud insoportable con respecto a la precipitación de sus deseos. Resultaba, pues, inevitable que un día u otro los trabajadores acabasen por descubrir que aquello que los mantenía aprisionados en su propia situación no era la constitución de los diferentes Estados, monarquías o repúblicas, dictaduras fascistas o socialistas, democracias parlamentarias y presidenciales, sino más bien las leyes y principios mismos en los que descansan todas las sociedades modernas; y es –por así decir- natural que las clases pobres lleguen más pronto o más tarde a preguntarse si no tienen el poder, y acaso también el derecho, de cambiar tales leyes del mismo modo en que han cambiado todas las demás. Y por hablar en especial de la propiedad y del Estado, que son como el fundamento último de todo orden social, ¿no era una consecuencia inevitable que ambos fueran denunciados una vez más, pero de una manera completamente nueva, como los principales obstáculos para la reivindicación de la igualdad entre los hombres, y que la idea de abolirlos completamente, y no al modo en que, en algún momento, se dijo que se había hecho en Rusia, se presentase a los espíritus de todos aquellos que se sentían sometidos y excluidos?
Esa inquietud natural del espíritu de los pueblos, esa inevitable agitación de los deseos, ese resentimiento de las necesidades, esos instintos de la multitud forman, en cierto modo, el tejido sobre el cual los agitadores profesionales trazan figuras monstruosas o grotescas, rechazadas por todos los políticos y, para empezar, por los comunistas mismos. En mayo, en París cada cual proponía su plan de construcción de la “sociedad nueva”, los unos exigían la abolición del trabajo asalariado sin más preámbulos, los otros la de la desigualdad de los bienes, un tercero quería el fin de la sociedad mercantilista y de la más antigua de las desigualdades, la que se da entre el hombre y la mujer; todos parecían de acuerdo en excluir cualquier género de mandato, en experimentar con formas de democracia directa, en rechazar a todas las instituciones, a todos los partidos y a todos los sindicatos.
Lo que más choca al observador atento es que, al contrario de lo que se decía comúnmente en aquellos momentos, la aplastante mayoría del movimiento en cuestión no estaba compuesta por estudiantes, sino por obreros y otro tipo de asalariados. Uno puede, evidentemente, tomar tales ideas por utópicas, o simplemente ridículas, pero el terreno del que han surgido y por el que se han propagado es el objeto más serio que los políticos y hombres de Estado puedan hoy someter a examen, puesto que lo que está en cuestión es nuestro propio mundo.
¿Quiénes han reprimido con mayor eficacia, en países como Francia y Checoslovaquia, donde muy destacadamente había prendido, ese movimiento insurreccional, al que sería más justo llamar revolucionario? ¿Quiénes han favorecido o impuesto el retorno a la normalidad en las fábricas y en las calles? Pues bien, tanto en un caso como en el otro, ¡fueron los comunistas! En París, gracias a los sindicatos, y en Praga, gracias al Ejército Rojo. He aquí la primera lección que conviene extraer de los acontecimientos.
Pero enfermedades sociales como aquella cuyos síntomas presentaba Francia de la forma más visible se transforman deprisa en epidemia, e Italia no podía dejar de sufrir su contagio de la más privilegiada de las maneras. El período de incubación y de desarrollo de nuestro mal nos es tan cercano en el tiempo que no es cuestión de escribir aquí su historia, que, por otro lado, está todavía lo bastante gravada en la memoria de todos como para que resulte útil volver a narrar su crónica. Basta con recordar que la –así llamada- contestación estudiantil fue naturalmente, tanto aquí como en otros lugares, efímera y que se convirtió pronto en un simple fenómeno de depravación –tan tolerable como muchos otros-, que ocupaba, más que a un sector vital de la sociedad productiva, las páginas de las revistas y los discursos de los intelectuales. Todo el mundo sabe, sin embargo, que contemporáneamente y en paralelo al movimiento de los estudiantes, había comenzado en las fábricas un movimiento más silencioso y menos aparente, pero mucho más inquietante, que en principio carecía de vínculos y de una gran publicidad. A pesar del encuadramiento sindical tradicional de la clase obrera italiana, también en nuestro caso comenzaron a manifestarse las primeras formas de lucha “espontánea” y las huelgas extra-sindicales. Y, precisamente porque dicho fenómeno fue mal evaluado en el momento de su nacimiento, le fue fácil extenderse en los meses siguientes con un radicalismo creciente. Una suerte de frenesí parecía haberse apoderado de nuestros trabajadores que, reunidos en presuntos “comités de base”, comenzaron de manera autónoma a proponer extravagantes reivindicaciones extra-salariales, a ratos pintorescas y a ratos aberrantes, pero siempre nocivas, puesto que en todos los casos encontraban partidarios dispuestos a luchar por ellas: por no referirnos a otros, citaremos el magnífico ejemplo de los empleados de una importante empresa pública de Milán, cuyo “comité de base” organizó a finales de 1968 –y con bastante “éxito”- huelgas con las que se pretendía obtener que ¡el tiempo de transporte de los trabajadores desde su residencia a su lugar de trabajo fuese considerado a todos los efectos como tiempo de trabajo y retribuido como tal!
Se tenía la impresión de que los trabajadores competían entre sí por ver quién conseguiría provocar una mayor extensión de daños inspirados por su funesta fantasía. En realidad, el fin declarado de cada conflicto particular carecía de medida común con respecto a los estragos sociales que la generalización de las huelgas y de las manifestaciones de todo tipo causaba en todo el país; y por otro lado y bajo nuestro punto de vista, los trabajadores no deseaban aquello por lo que combatían: lo que deseaban era el combate tout court. Podían encontrar pretextos a millares, pero ése era su único fin inconfesado, y ninguna subida de salarios habría bastado para calmarlos.
Sabemos, sin embargo, que hasta 1969 Italia no conoció toda la nefasta “modernidad” de su crisis social: fueron de hecho los primeros desórdenes graves en las prisiones y en las fábricas del norte las que ilustraron, con la revuelta de Battipaglia en la primavera de ese mismo año, la extensión de la crisis de un extremo al otro de la península y lo que se podría llamar el “salto cualitativo” de su gravedad con respecto al año precedente. En tanto que las pasiones estudiantiles de 1968 no iban más allá de la política, y por más que ésta pretendiese proclamarse como “de izquierdas”, en la clase obrera las pasiones se convertirían a partir de entonces en sociales –y nuestros lectores no ignoran lo que esto fatalmente implica-: no se pedía tal o cual reforma, no se protestaba por una determinada política, por este gobierno o aquél, o por un partido, sino contra la sociedad misma y contra las bases sobre las que descansa.
Y sin embargo y a pesar de todo, podemos afirmar que, en este período, el gobierno no estaba tan alarmado por lo que ocurría en el país como podían estarlo los jefes de la oposición comunista. En toda esta primera fase del año 1969, las únicas personas real y justificadamente inquietas por el futuro próximo que hemos tenido ocasión de encontrarnos han sido algunos leaders sindicales y algunos dirigentes del Partido Comunista, pues eran ellos los únicos que observaban de cerca a la clase obrera y registraban día a día sus humores y su voluntad subversiva: el estado de agitación permanente del país había superado para entonces, no sólo las esperanzas, sino incluso los deseos de los más ardientes sindicalistas, es decir, de aquellos que creían, aunque erróneamente, encontrarse en los orígenes del fenómeno. No fue la primera ni la última de las ocasiones en la que hemos podido reconocer la lucidez del honorable Giorgio Amendola, pero sí fue quizás la ocasión en la que más nos ha asombrado y en la que más lo hemos estimado. Este hombre político, al contrario que tantos otros, posee un espíritu ágil, frío aunque cordial, eminentemente sutil, que va de forma inmediata al corazón de la cuestión, pero que no descuida los detalles, sin prejuicios y sin rencor, buen conocedor del registro de debilidades e inclinaciones humanas, sobre todo en lo que concierne a su partido, y capaz de jugar con ellas para sus propósitos cuando su interés no se opone; en suma, un hombre que uno no puede permitirse dejar de estimar ni de escuchar. Y esto tanto más en una época en la que el honorable Rumor, a la sazón Presidente del Consejo, no encontró nada mejor que decir a una persona de nuestra confianza que algo de este género: “Esté usted tranquilo, todo acabará bien, no hay gobierno libre que no deba superar pruebas de este tipo”. Nosotros, que estábamos menos inquietos por la suerte del gobierno que por otros problemas muy distintos, consideramos entonces que tal respuesta retrataba perfectamente a ese hombre resuelto pero limitado, con mucha agudeza, pero una agudeza de tal género que, aun viendo claramente y hasta el último detalle lo que se encuentra en su horizonte, no es capaz de imaginar que ese horizonte pueda cambiar de improviso. Por otro lado, debíamos tener en cuenta a los industriales, algunos de los cuales, presas de una angustia que confinaba a muchos a una estupidez pura y simple, no imaginaban nada mejor que llamar al orden a los sindicatos, como si los sindicatos, por más que no fuesen responsables de una situación semejante, estuvieran de todos modos en condiciones de oponerse oficialmente a ella sin correr el riesgo de hacerse eliminar –y, en esta ocasión, incluso formalmente- por el movimiento.
A mediados del año 1969 se llegó a preguntar explícitamente al Partido Comunista Italiano qué garantías podía ofrecer al gobierno italiano para involucrarse con él en el fin del movimiento antes del otoño y cuáles serían sus exigencias en contrapartida. Los comunistas, que conocían mejor que nadie la importancia del envite y el peligro del momento, profirieron sus deseos; mas tanto el poder político como una gran parte de los industriales, sea porque subestimaban los riesgos de los meses siguientes, sea porque sobreestimaban el “riesgo” de cualquier tipo de acuerdo con el PCI, consideraron las contrapartidas que los comunistas exigían fuera de toda proporción con las garantías que podían ofrecer. Se puede decir, con un conocimiento a posteriori, que la Democracia Cristiana ignoraba todavía la fuerza y la utilidad de un partido comunista en circunstancias semejantes y que este último, por su parte, ignoraba en parte la fuerza que alcanzaría la ola de huelgas “espontáneas” en los meses siguientes; y todo ello porque los comunistas jugaban con el tiempo y con la precipitación “natural” de los acontecimientos con una desenvoltura algo excesiva, a la espera del momento en el que de todos modos deberían ser llamados, y porque la Democracia Cristiana contaba demasiado con el hecho de que los comunistas, para no llegar a una ruptura abierta, tendrían en cualquier caso que comenzar a hacer lo que prometían, aun sin obtener una contrapartida inmediata. Los cálculos de los unos y de los otros habrían estado justificados, o habrían sido justificables, si se hubiera tratado de afrontar una crisis política; ambos se revelaron como insuficientes, por no decir inconscientes, porque todos parecían olvidar la situación de crisis social pre-insurreccional en la que se encontraba Italia. Habida cuenta de que los dirigentes comunistas se mantenían atrincherados, a la espera de evoluciones posteriores, en una posición no menos rígida que la de la Democracia Cristiana, que, sin embargo, cargaba con la responsabilidad inicial de tal rigidez, y habida cuenta de que, en esta situación, no se habría conseguido alcanzar fin alguno, era preciso actuar inmediatamente y en otra dirección.
¿Cuál era, en consecuencia, la dirección que debíamos tomar? Lo diremos con los términos de un periodista, pues, como enseñó un gran filósofo hace más de un siglo y medio, “en la opinión pública está todo lo verdadero y todo lo falso”, y porque los periodistas son especialistas en opiniones públicas y privadas: “[…] Numerosos síntomas políticos, sindicales y culturales –escribió entonces Nicola Adelfi en Epoca- permiten pensar que esta situación va a prolongarse […], no se ve el modo en que la ola de violencia podría romperse o, al menos, atenuarse. A menos que acontezca algún hecho imprevisible y de naturaleza traumática: quiero decir alguna cosa que, de improviso, sacuda profundamente a la opinión pública y le de la sensación de encontrarse a un paso de la anarquía y de su inseparable compañera, la dictadura”. No se podía expresar mejor; pero era conveniente, para que “algún hecho imprevisible y de naturaleza traumática” se produjese, tener antes que nada un gobierno homogéneo y menos frágil que el centro-izquierda de Rumor-Nenni. Sabemos que, tras la formación del primer gobierno de centro-izquierda, diferentes representantes del poder económico habían ganado para su causa, o habían colocado, a algunos hombres en posiciones eminentes dentro de los infortunados partidos socialistas, llamados en ese momento ‘unificados’. Pues bien, para hacer caer el gobierno Rumor-Nenni bastó con pedir, a principios de julio, a los social-demócratas, que nunca se han hecho rogar demasiado para emprender operaciones de este género, que provocasen una nueva escisión: la unificación establecida por diez se hundía, de esta manera, después de diez meses. Al día siguiente, caía el gobierno y, un mes después, a comienzos de agosto, Rumor podía constituir su segundo gobierno “monocolor”, en el que se encontraban representadas –si la memoria no nos falla- todas las corrientes demo-cristianas. A pesar de todas sus carencias, su gabinete nos pareció uno de los más eficientes que pueda recordar la historia de la República, aunque no fuese más que por las acciones realizadas por el Ministro de Trabajo, el honorable Donat-Cattin, y por el del Interior, el honorable Restivo, durante el otoño siguiente, que más tarde, gracias a un admirable understatement, fue bautizado como “caliente”.
Pues si es exacto, como la prensa extranjera afirmaba en la época, que las dos únicas instituciones que aún funcionaban en la Italia de entonces eran los sindicatos y la policía, se lo debemos a estos ministros de Trabajo y del Interior: Carlo Donat-Cattin, en efecto, tenía tras de sí una carrera de sindicalista, y Franco Restivo, íntimo de Vicari, el Prefecto de Policía del momento, había hecho, junto a este último, la experiencia del terrorismo político en los tiempos en los que, en la región siciliana, de la que había sido Presidente después de la guerra, castigaba duramente al bandido Giuliano. Precisamente en 1968, cierta cantidad de pequeños atentados con explosivos, que no tuvieron consecuencias graves, contribuyó a aumentar el desorden que la contestación estudiantil y obrera seguía creando en las grandes ciudades, e incluso en las pequeñas. Se trataba de actos de un alcance estrechamente limitado frente, por ejemplo, a los sabotajes de la producción en las fábricas; poco más que la rúbrica de grupúsculos fascistas o maoístas plasmada sobre los locales de los adversarios. Pero esos pequeños hechos se encontraron justamente en el origen de los grandes y, como dijo Tácito, “non sive usu fuerit introspicere illa, primo aspectu levia, ex quis magnarum saepe rerum motus oriuntur” [“Nunca resultó inútil desentrañar esas cosas, pequeñas a primera vista, de las cuales procede a menudo el encadenamiento de las grandes”]. Pues en Italia, en aquella época y también ulteriormente, los sindicatos y la policía no eran los únicos que funcionaban: desde hacía algunos meses se habían puesto sordamente en movimiento los servicios secretos. Y, puesto que en las esferas políticas se seguía tergiversando una crisis que se agravaba por momentos, se hizo preciso poner a punto antes del verano una táctica de diversión, una tensión artificial cuyo fin principal era distraer momentáneamente a la opinión pública de las tensiones reales que desgarraban el país. Veremos más adelante cuáles han sido las innegables ventajas de una táctica semejante y cuáles han sido también los daños que causó al transformarse en estrategia; del mismo modo en que, en el próximo capítulo, sacaremos a la luz las críticas que, en otro lugar y otro tiempo, dirigimos a nuestros servicios secretos, los cuales, a causa de una torpeza que no tiene precedentes en la historia, se ven hoy públicamente expuestos a las acusaciones del cualquier magistrado recién llegado y de todo el país.
Así pues, cualquiera que haya sido el background de los pequeños atentado que hemos evocado más arriba, podemos hacer coincidir el comienzo de esta táctica de diversión con lo que ocurrió en Milán el 25 de abril de 1969, y en otros lugares en el mes de agosto siguiente; las operaciones a las que hacemos alusión fueron, en cierto sentido, como un ensayo general en previsión de los acontecimientos del otoño. Dichos acontecimientos no se hicieron esperar, y desde septiembre comenzaron a producirse las primeras acciones de sabotaje de una amplitud considerable en las fábricas de la FIAT de Turín y de Pirelli, en Milán, y más tarde en otros cien lugares. Las negociaciones en la cumbre por la renovación de los contratos entre empleadores y sindicatos no era más que un pretexto entre otros; cantidad de hechos y de acontecimientos, en un período al que ciertamente no le han faltado ni los unos ni los otros, han sido eclipsados por los que les han seguido, en un crescendo cada vez más persistente, y, si podemos desinteresarnos aquí por ellos, es porque la significación profunda que esta guerra de clases se daba inconscientemente a sí misma, a través de su desarrollo intensivo y extensivo, se había convertido en algo mucho más importante que el conjunto de sus episodios particulares, que no eran más que las piedras miliares de una ruta que conducía, cada vez de forma más manifiesta, a una revolución social.
En el curso de nuestra vida, hemos frecuentado gentes instruidas que han escrito la historia sin mezclarse en los asuntos públicos; y hemos tenido que actuar junto a hombres políticos que se han ocupado constante y únicamente de producir e impedir que se produzcan determinados acontecimientos, sin pensar mucho en describirlos. Hemos observado siempre que los primeros veían causas generales por todos lados, en tanto que los segundos, que viven en medio de los hechos de cada día, aparentemente nacidos los unos de los otros, se figuraban gustosamente que todos los acontecimientos que servían a sus propósitos debían ser atribuidos a su propio mérito, como si sólo a ellos hubiese incumbido determinar la marcha del mundo, mientras que los contratiempos debían ser considerados como la consecuencia de tal o cual acontecimiento particular, absolutamente imprevisible. Hay razones para creer que tanto los unos como los otros están en el error; y si en esta época uno puede esperarse cualquier cosa, puesto que todo es posible, no nos está permitido en modo alguno dejarnos coger por sorpresa. En aquel otoño de 1969, que Raffaele Mattioli definía, con ese desprendimiento filosófico que sólo era propio de él, como “la expresión lírica de la historia en acción, en la que nadie ha tenido el valor de ser lo que era”, asistíamos, por ejemplo, al lamentable espectáculo de los industriales que depositaban más confianza en los sindicatos que en sí mismos; y los sindicatos, por su parte, depositaban su confianza en las concesiones que podían obtener del gobierno; y el gobierno, en la eficacia de sus servicios especiales. Éramos pocos en número los que sabíamos que quien preveía lo peor era, por el contrario, demasiado optimista, del mismo modo que, todavía hoy, son pocos los que saben que la Italia de entonces se ha encontrado en más de una ocasión a sólo una hora de la insurrección general, y que si, por fortuna, dicha insurrección no se ha producido, ha sido no tanto por las precauciones de éstos o de aquéllos que cuanto por el juego de factores diferentes.
Las luchas a propósito de los contratos obtuvieron un éxito notable en el terreno de los salarios, pero era una piadosa ilusión creer que los espíritus se apaciguarían una vez los contratos hubieran sido renegociados; desde el momento en que los obreros, como ya hemos dicho, no combatían en realidad por obtener sencillamente aumentos en sus salarios, estaba claro que, por muy consistentes que fuesen esos aumentos, ya no se podía esperar comprar con ellos una paz social que, cada día que pasaba, peligraba con convertirse en un feliz recuerdo de los tiempos pasados. De hecho, cuando ciertas categorías, como los trabajadores municipales y demás, obtuvieron sus nuevos contratos de trabajo, perseveraron en sus huelgas ilegales bajo el pretexto de apoyar la lucha de los trabajadores de la industria mecánica privada, con quienes la negociación se mantenía en suspenso. Los sindicatos, por su parte, no podían exponerse al peligro de escindirse de las masas trabajadoras desaprobando todas las huelgas que no habían querido poner en marcha y que no habían podido impedir; debían, por el contrario, aceptar el hecho consumado de las huelgas obreras, para no excluir de entrada la posibilidad de ser aceptados, a su vez y en un segundo momento, como portavoces autorizados de sus reivindicaciones. Para prevenir el motín abierto, las confederaciones sindicales tuvieron, pues, que hallar objetivos distintos de las reivindicaciones salariales, con el fin de canalizar hacia ellos la contestación obrera.
Uno de esos objetivos, que parecían artificiales incluso a los propios obreros, fue el que proporcionó la ocasión de esbozar una insurrección caracterizada y patente. Para el 19 de noviembre de 1969, los sindicatos habían anunciado una jornada de huelga general nacional en torno a la cuestión de los alquileres; esta huelga, que supuso la más vasta abstención al trabajo que se haya registrado en la historia de la República, degeneró en seguida en un motín en la ciudad de Milán: los leaders sindicales, que debían tomar la palabra en el Teatro Lírico, fueron boicoteados e insultados por los trabajadores, que, tras abandonar el mitin, atacaron duramente a las Fuerzas de Seguridad Pública, obligadas entonces a retirarse de todo el barrio, y levantaron barricadas en el centro de la ciudad.
Tenemos un recuerdo preciso de aquel espectáculo, pues justamente el mismo 19 de noviembre, alrededor del mediodía, debíamos atravesar la via Larga para llegar al domicilio, sito no muy lejos del lugar de los enfrentamientos, de un industrial con el que estábamos invitados a almorzar, junto con algunos hombres políticos y otras personalidades del mundo económico. Puesto que era imposible encontrar un taxi, atravesamos a pie todo un sector de la ciudad: encontramos la mayor parte de las calles tranquilas y casi desiertas, como suele acontecer en Milán los domingos por la mañana temprano, cuando los ricos aún duermen y los pobres están ociosos; por aquí y por allá, de vez en cuando, algún joven, con el aspecto más del asalariado suburbano que del estudiante, pegaba tranquilamente algún cartel sobre una fachada; se nos ofrecieron varios manifiestos, firmados por tal o cual grupo de “obreros autónomos” y de “comités de base”, y nos sorprendió el título de uno de ellos, bastante lúgubre y con tufo a siglo XIX, y que rezaba algo así como “Advertencia al proletariado sobre las ocasiones presentes para la revolución social”. Habiendo sorteado, no sin cierta dificultad, las barreras de la fuerza pública y de los manifestantes, alcanzamos en fin el apartamento de nuestro anfitrión, que se encontraba más inquieto que de costumbre. El banquete, como solía ser, era magnífico, pero la mesa estaba desierta; de la media docena de invitados, sólo otro –y no el más esperado- se presentó con retraso. Nos sentamos con aire pensativo entre aquella abundancia inútil y una sencilla reflexión por nuestra parte provocó, involuntariamente, un profundo silencio: vivíamos un tiempo extraño en el que, como decía Tocqueville en 1848, no se puede estar seguro de que no estalle una revolución entre el momento en que pasamos a la mesa y el momento en que la comida se sirve.
Las llamadas telefónicas, que marcaban el ritmo del tiempo, hacían aún más exasperante la espera de algún acontecimiento funesto; las noticias se acumulaban: un agente de la Seguridad Pública acababa de ser asesinado delante del Teatro Lírico, y ni la policía ni los sindicatos estaban ya en situación de dominar un campo de batalla que habían abandonado. El teléfono fue, a lo largo de aquella tarde, el único cordón umbilical que nos ligaba al mundo; los peores temores ahora concernían a Turín, pues de haber sabido en Milán que la situación se nos escapaba también en otros lugares, las chances de que el motín y la huelga quedasen reducidos a aquella jornada se habrían desvanecido completamente. Desde Roma se nos informó de que los sindicatos “mantenían” Turín, y de que ni en esta ciudad ni en Génova se habían producido incidentes graves. Algunas horas más tarde, la información nos era confirmada directamente por los líderes sindicales que se encontraban sobre el terreno; felizmente, no había habido muertos entre los manifestantes, pues ése era en el fondo el regalo con que los agitadores contaban. Milán, el Milán obrero, quedó desalentado al saber, aquella misma noche, que por todos lados la huelga se había desarrollado sin incidentes; en Roma, sin embargo, y no precisamente en la Roma popular, los acontecimientos de Milán fueron percibidos en toda su gravedad y provocaron más emociones de lo que podía esperarse de una capital por lo común tan hipócritamente insensible a los impulsos del resto del país. Se advirtió en fin que ya no quedaba tiempo que perder, puesto que en Milán ni los sindicatos ni la policía habían sido capaces de evitar el motín; y aunque, por fortuna, dicho motín había sido breve, se sabía mejor que bien que las condiciones de las que había derivado no habían sido superadas, y en Milán menos que en cualquier otra ciudad de Italia. Había más de una buena razón para temer que, en pocas semanas –sino antes-, un nuevo motín se transformase en insurrección general.
Pero en lugar de eso, tres semanas después, el 12 de diciembre, estallaban las bombas de la Piazza Fontana de Milán y de Roma; y asistíamos, por cierto, a ese “hecho imprevisible y de naturaleza traumática” del que hablaba el periodista citado más arriba y que tan profundamente iba a afectar a la opinión pública en Italia y en el extranjero.
Los obreros, desorientados y estremecidos de estupor ante tantas víctimas inocentes, quedaron como hipnotizados por aquel acontecimiento inesperado, y como extraviados por los rumores que le siguieron, pues en presencia de hechos de este género el espíritu se revela mudable y, como dice Tácito, “vulgus mutabile subitis, et tam pronum in misericordiam, quam immodicum saevitia fuerat” [El vulgo varía con los acontecimientos imprevistos, y se encuentra tanto más inclinado a la misericordia cuanto inmoderadamente lo había estado a la crueldad].
Como por ensalmo, un movimiento de luchas tan extensas y prolongadas se olvidaba de sí mismo y se detenía.
TODAS LAS FOTOGRAFÍAS, SALVO LA ÚLTIMA, SON OBRA DE
4 comentarios:
quería agradecerte el trabajo que te has tomado -tú y tus colegas de las fotos- al subir este maravilloso artículo.
he leído muchas referencias de él pero nunca lo he encontrado. y claro, es otra muestra más de lo importante que fueron los situacionistas para el pensamiento y praxis antagonista.
nuevamente, gracias.
¿Mis colegas de las fotos?
No sé si sabes que dispones del texto en formato e-book en la edito-biblioteca de 'amputaciones'; tienes el vínculo en la columna de la derecha.
En fin, gracias a ti.
Y salud.
Pues yo también te doy las gracias por esta publicación. Cosas como esta nos ayudan a conocer mejor el pasado reciente y las luchas autónomas.
Estoy leyendo el libro publicado por Pepitas de calabaza e introducido por Miguel Amorós, el cual menciona este Informe y ahora lo he encontrado.
No sé si te has dado cuenta de que puedes encontrar el libro completo en formato pdf -y con una introducción del chache- en la Biblioteca Agitprov (tienes el acceso en la columna de la derecha).
El 'Informe', por cierto, debería haberse publicado en papel hace más de un año, pero por motivos que no vienen al caso sigue sin aparecer. El día llegará, de todos modos, y esperemos que sea pronto.
Saludos,
Diego.
P. S.- ¿Qué te está pareciendo lo de la IS italiana?
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