Música para acompañar la lectura
(Abrir en Pestaña o Ventana Nueva)
La literatura escolar hablaba de cosas lejanas, de cuestiones que nos eran por completo ajenas, y además en un lenguaje alambicado, que nadie utilizaba y en el que acaso ya no debería escribirse. ¡Joder! ¿Qué demonios tenía que ver el padre de Manrique con la vida de un chaval de catorce o quince años en un barrio obrero de –pongamos por caso- el sur de Madrid? Uno ni siquiera era capaz de reconocerse en las figuras análogas de la gran narrativa española del siglo XIX o comienzos del XX. La letra impresa se asociaba inextricablemente al culo pegado durante horas a una incómoda silla de metal y madera, a las tareas para casa y a los exámenes. Era disciplina, tedio, sometimiento: en una palabra, trabajo. Justo lo contrario de lo que se suponía –o supondríamos después- debía ser el juego literario.
Por eso había que ir a buscar aquello que la literatura oficial no era capaz de ofrecernos en los márgenes de la palabra escrita. Había alguna que otra radio libre que sabía lo que se cocía y tenía la imaginación y el coraje suficientes para transmitirlo; estaban los tebeos, pero no los de Bruguera o Marvel, demasiado blandos, en un caso, y demasiado anclados en los modos de la vieja narrativa folletinesca, en el otro, sino los de Crumb, Liberatore o Gallardo, con una expresión iconográfica más dura, sucia y cruda, más cercana, al mismo tiempo; y luego estaba el rock. Sobre todo el punk rock: la poesía que no podíamos encontrar en los clásicos, nos la procuraban La Banda Trapera del Río, Kortatu, La Polla Records y Eskorbuto. Teníamos también a los Clash, desde luego, o a Sex Pistols, pero entonces no entendíamos bien el inglés y tan sólo intuíamos lo que se escondía detrás de sus canciones. Y al final llegó Bukowski.
Los textos de Buk eran directos y contundentes. Estaban escritos con sencillez, sin retórica ni paja literaria: eran algo así como relatos de línea clara. Había en ellos la mala hostia del punk y nos resultaban próximos. A pesar de que el escritor se había criado en la California de los años 30 y 40 del pasado siglo, cualquiera podía reconocer, por ejemplo, en el padre de Hank Chinaski –el protagonista de Ham on Rye (1982) y de la mayoría de su obra- al padre despótico o simplemente imbécil que a uno le tocaba sufrir en casa: el proletario aplastado por ese complejo de culpa bien asentado sobre convenciones pequeñoburguesas que establecen que la falta de trabajo es una deshonra. Sus problemas, las putadas por las que sufría eran también las nuestras. Se reía de las mismas cosas y también le daban por el culo las mismas gillipolleces del mundo adulto.
Era sorprendente, por otro lado, que a partir de elementos tan llanos como el alcohol y las borracheras, las carreras de caballos, las mujeres y el sexo o la precariedad laboral, pudiera construirse toda una poética e incluso una mitología. Si uno lo piensa ahora y juega a ponerse un poco pedante, se da cuenta de que en realidad detrás de todo aquello lo que había era una indagación honda y brutalmente honesta en cuestiones tales como la embriaguez, la suerte y el destino, el deseo y el poder. Sólo que Hank lo contaba con tal sencillez… Bukowski sí que ponía en práctica de forma cabal aquella máxima de Faulkner según la cual es necesario escribir sobre lo que se conoce. Si se quiere descubrir y mostrar toda la grandeza –generalmente escasa- y toda la miseria –mucho más ubérrima- de la que son capaces los seres humanos no hace falta recurrir a los estereotipos carcomidos de la vieja literatura; basta con darse un paseo por el vecindario.
Aunque Shakespeare no lo hiciera.
En la obra de Bukowski había también ese punto de anarquismo individualista y aristocratizante que ahora miramos con un poco de suspicacia culpable de viejos ácratas de izquierdas que han leído mucho a Marx, pero que entonces le daba forma a una rebeldía sin nombre. El anarquismo más o menos inconsciente de Hank iba contra el Estado, Dios, las Leyes y la Gran Masa de Borregos, esa categoría social imprecisa que no sabe de clases e integra desde el lumpen al financiero en una comunidad de imbecilidad unánime. Era un anarquismo misántropo y desencantado, un poco reaccionario –para entendernos-, que se cagaba en los cuentos, las mentiras y las ilusiones, vinieran de donde vinieran y por muy bienintencionadas y hasta revolucionarias que quisieran presentarse. Estaba más cercano a Stirner que a Bakunin o Malatesta. No en vano Hank aludía a menudo a Schopenhauer y Nietzsche como dos referencias básicas de su forma de asomarse al mundo. El narrador bukowskiano, por muy puteado y hundido que se encontrase –o precisamente por ello- se consideraba siempre un individuo excepcional en su lucidez, que miraba a los otros con la condescendencia asqueada del aristócrata nietzscheano. En eso coincidía con los chicos raros de la clase. Por otro lado, se trataba de un anarquismo impolítico o antipolítico, incluso, por cuanto desconfiaba radicalmente de la acción para modificar de forma sustancial la condición del animal humano.
Por eso había que ir a buscar aquello que la literatura oficial no era capaz de ofrecernos en los márgenes de la palabra escrita. Había alguna que otra radio libre que sabía lo que se cocía y tenía la imaginación y el coraje suficientes para transmitirlo; estaban los tebeos, pero no los de Bruguera o Marvel, demasiado blandos, en un caso, y demasiado anclados en los modos de la vieja narrativa folletinesca, en el otro, sino los de Crumb, Liberatore o Gallardo, con una expresión iconográfica más dura, sucia y cruda, más cercana, al mismo tiempo; y luego estaba el rock. Sobre todo el punk rock: la poesía que no podíamos encontrar en los clásicos, nos la procuraban La Banda Trapera del Río, Kortatu, La Polla Records y Eskorbuto. Teníamos también a los Clash, desde luego, o a Sex Pistols, pero entonces no entendíamos bien el inglés y tan sólo intuíamos lo que se escondía detrás de sus canciones. Y al final llegó Bukowski.
Los textos de Buk eran directos y contundentes. Estaban escritos con sencillez, sin retórica ni paja literaria: eran algo así como relatos de línea clara. Había en ellos la mala hostia del punk y nos resultaban próximos. A pesar de que el escritor se había criado en la California de los años 30 y 40 del pasado siglo, cualquiera podía reconocer, por ejemplo, en el padre de Hank Chinaski –el protagonista de Ham on Rye (1982) y de la mayoría de su obra- al padre despótico o simplemente imbécil que a uno le tocaba sufrir en casa: el proletario aplastado por ese complejo de culpa bien asentado sobre convenciones pequeñoburguesas que establecen que la falta de trabajo es una deshonra. Sus problemas, las putadas por las que sufría eran también las nuestras. Se reía de las mismas cosas y también le daban por el culo las mismas gillipolleces del mundo adulto.
Era sorprendente, por otro lado, que a partir de elementos tan llanos como el alcohol y las borracheras, las carreras de caballos, las mujeres y el sexo o la precariedad laboral, pudiera construirse toda una poética e incluso una mitología. Si uno lo piensa ahora y juega a ponerse un poco pedante, se da cuenta de que en realidad detrás de todo aquello lo que había era una indagación honda y brutalmente honesta en cuestiones tales como la embriaguez, la suerte y el destino, el deseo y el poder. Sólo que Hank lo contaba con tal sencillez… Bukowski sí que ponía en práctica de forma cabal aquella máxima de Faulkner según la cual es necesario escribir sobre lo que se conoce. Si se quiere descubrir y mostrar toda la grandeza –generalmente escasa- y toda la miseria –mucho más ubérrima- de la que son capaces los seres humanos no hace falta recurrir a los estereotipos carcomidos de la vieja literatura; basta con darse un paseo por el vecindario.
Aunque Shakespeare no lo hiciera.
En la obra de Bukowski había también ese punto de anarquismo individualista y aristocratizante que ahora miramos con un poco de suspicacia culpable de viejos ácratas de izquierdas que han leído mucho a Marx, pero que entonces le daba forma a una rebeldía sin nombre. El anarquismo más o menos inconsciente de Hank iba contra el Estado, Dios, las Leyes y la Gran Masa de Borregos, esa categoría social imprecisa que no sabe de clases e integra desde el lumpen al financiero en una comunidad de imbecilidad unánime. Era un anarquismo misántropo y desencantado, un poco reaccionario –para entendernos-, que se cagaba en los cuentos, las mentiras y las ilusiones, vinieran de donde vinieran y por muy bienintencionadas y hasta revolucionarias que quisieran presentarse. Estaba más cercano a Stirner que a Bakunin o Malatesta. No en vano Hank aludía a menudo a Schopenhauer y Nietzsche como dos referencias básicas de su forma de asomarse al mundo. El narrador bukowskiano, por muy puteado y hundido que se encontrase –o precisamente por ello- se consideraba siempre un individuo excepcional en su lucidez, que miraba a los otros con la condescendencia asqueada del aristócrata nietzscheano. En eso coincidía con los chicos raros de la clase. Por otro lado, se trataba de un anarquismo impolítico o antipolítico, incluso, por cuanto desconfiaba radicalmente de la acción para modificar de forma sustancial la condición del animal humano.
El propio Hank lo dejaba claro en una entrevista de 1985:
“No soy un hombre que busque soluciones en Dios o en la política. Si algún otro quiere ocuparse del trabajo sucio y crear un mundo mejor para todos y es capaz de hacerlo, lo aceptaré. En Europa, donde mi obra está teniendo buena fortuna, muchos grupos –revolucionarios, anarquistas y demás- se reclaman seguidores míos porque he escrito sobre el hombre corriente de la calle; sin embargo, en las entrevistas que me han hecho por allí he tenido que rechazar cualquier tipo de relación consciente con ellos, porque no existe ninguna. Siento compasión por casi todos los individuos del mundo; al mismo tiempo, me producen repulsión.”
También La venganza de los malditos, un relato de apenas diez páginas incluido en Septuagenarian Stew (Hijo de Satanás, en la edición parcial de Anagrama) ilustra a la perfección el escepticismo de Bukowski respecto de los asuntos de la Polis. Es acaso el único cuento explícitamente político de Buk. Tom y Max, dos vagabundos de Los Ángeles, deciden organizar a sus colegas y arrasar los centros comerciales de la zona alta de la ciudad.
“-Bueno, mira, yo tengo esta imagen de todos los vagabundos que podamos encontrar, bajando a pie por Broadway, aquí mismo en Los Ángeles, miles de ellos juntos, andando codo a codo…
-Bueno, ¿y…?
-Bueno, son un montón de tipos. Como una especie de venganza de los malditos. Un desfile de desechos. Es casi como una película. Puedo ver las cámaras, las luces, el director. La Marcha de los Fracasados. ¡La Resurrección de los Muertos! ¡Increíble, hombre, increíble!”
Consiguen reunir una pequeña unidad de asalto de unos 50 miembros. Se dirigen a los barrios ricos y entran en Bowarms, un almacén que surte a la gente de pasta. El pequeño acto de reapropiación de la mercancía pronto degenera en la forma más burda de pillaje. Hay violaciones, destrozos, la masa de vagabundos se desbanda descontrolada y enfurecida. Tom grita: “¡No! ¡Esto no! ¡Parad! ¡No era esto a lo que me refería!” Pero nadie le hace caso.
Conclusión:
“Otro sueño que se había ido a la mierda, otro perro muerto en la carretera, más pesadillas de miseria.”
La visión que Bukowski tenía del sexo no era menos contradictoria y, en cierto modo, casaba bien con la desorientación libidinal de nuestra primera adolescencia. No había salvación en Dios o en la política –eso estaba claro-, pero siempre podía encontrarse un refugio en el que guarecerse de la fealdad del mundo entre los muslos de una mujer preferiblemente hermosa. Música de Beethoven en una radio vieja y un polvo lento constituían la única utopía en la que aún podían creer los descreídos de una civilización agotada hasta la extenuación. Y sin embargo… También aquí había un pero. El sexo era una forma de liberación momentánea, pero también una trampa: su supuesta poesía estaba erizada de espinas. Como Hank decía en algún lugar: “Más de un buen hombre ha acabado en el arroyo por una mala mujer”. La rebelión termina degenerando –como hemos visto- en turbamulta y las relaciones amorosas conducen siempre al resentimiento. “El odio –afirma el protagonista de Barfly- es lo único que nunca muere”.
Ya hablamos por aquí de Dennis Cooper. Su concepción del sexo engarza con la tradición que va de Sade a Bataille y que se recrea sobre todo en los vínculos aterradores entre el placer erótico y el dolor. Bukowski, sin embargo, está en otra longitud de onda. En sus novelas, relatos y poemas, se interesa más por la faz humorística –que también tiene su vertiente patética- de la jodienda que por consideraciones de orden metafísico en torno a los finos y robustos hilos que comunican la libido con lo tanático. Piénsese, por ejemplo, en aquel relato, incluido en Notes of a Dirty Old Man (1973) y tan bien ilustrado años después por Matthias Schultheiss, en el que el bueno de Hank tiene un encontronazo sexual con una enorme prostituta de casi doscientos kilos. El cuento en cuestión tiene el tono del slapstick y hasta recuerda un tanto a una historieta del Coyote y Correcaminos en sus consecuencias catastróficas. No es casual tampoco que el propio Bukowski se refiera elogiosamente a escritores como Bocaccio.
Ahí está. Ni Dios, ni la revolución, ni el sexo –con ciertas precauciones que nada tienen que ver con lo profiláctico- pueden sacarnos de la mierda. Pero la risa, sí. La actitud del sabio bukowskiano coincide con la de aquel que es capaz de descojonarse de la risa mientras las brasas del infierno le calientan el culo. Un gesto que no está muy lejos del tragicismo de un Nietzsche. Y lo cierto es que el alcohol siempre ayuda a soltar la mandíbula. El primer contacto del protagonista de Ham on Rye con la bebida tiene lugar a través de un tío borracho al que la familia repudia. Es un puto desastre, sucio, desordenado, pero tiene, a los ojos de Hank, un brillo insólito en la mirada. Después vendrá el primer beso en la boca de la botella y el descubrimiento de la capacidad del alcohol para transformar la miseria en magia y la impotencia en poesía. Todo sería maravilloso si no existiese la resaca.
Huelga decir que también en esto queríamos ser como Bukowski. El modelo –daos cuenta- era un viejo vago, deslenguado y cínico con la polla dura siempre que la bebida no lo dejase inutilizado para los lances amatorios. Nada heroico, ¿verdad? El propio Hank era bien consciente del personaje que había creado y de sus peligros. Por eso no paraba de vapulear al monigote y de burlarse –una vez más- de sí mismo. Vale que la existencia sea terrible, que las mujeres te traicionen siempre, que nunca tengas un puto duro en el bolsillo y que no haya escapatoria posible, pero tampoco hay que tomarse las cosas tan en serio. Toda la creación es una maldita broma de un demiurgo algo cabroncete, y es necesario participar de la diversión.
Bukowski nos enseñó a beber, decía. En seguida nos dimos cuenta de que, en las bodegas y en los bares, uno se encontraba mucho más a gusto que en un aula. Además resultaba mucho más didáctico. En fin, seguramente ya nos emborrachábamos antes de haberlo descubierto, pero su literatura añadía a nuestras pobres hazañas de curdelas un empaque de malditismo consciente de sí mismo que de otro modo no habríamos alcanzado. Aprendimos a leer y a beber con él, y también a escribir. Las sensaciones que el alcohol y la literatura procuran son, para Bukowski, sensaciones muy parecidas. Escribir –dice en algún momento de su entrevista con Fernanda Pivano- es como echarse a rodar montaña abajo. Pero escribir implica también someterse a una suerte de ascesis beoda. Para escribir de verdad, para nombrar lo que es como es, sin cantinelas ni hostias, es preciso haber vivido antes, y no de cualquier manera: antes de lanzarse sobre la página en blanco es necesario vivir en y como escritor. Aquí está el peligro que mencionábamos más arriba, porque es fácil caer en la caricatura no deseada, un error que Hank sorteaba a golpes de humor y que muchos de sus peores imitadores no han sabido evitar.
En 360 kilos (Hot Water Music, 1983) escribe:
“Aquél era el problema de ser escritor, ése era el principal problema: tiempo libre, demasiado tiempo libre. Tenías que andar esperando a que se acumulara el material para poder escribir y mientras esperabas, te volvías loco, y como te volvías loco, bebías; y cuanto más bebías, más loco te ponías. La vida del escritor no tenía nada de glorioso; ni la del bebedor. Eric se secó con una toalla, se puso los calzoncillos y salió del cuarto de baño.”
La lectura de los textos de Bukowski nos condujo además a otras lecturas. Si uno echaba un vistazo a la contraportada de los libros que la editorial Anagrama venía publicando en España desde finales de la década de los setenta, se encontraba con referencias a Kerouac, a Céline, a Miller, a Hemingway, autores que, tal vez con la excepción de este último, nos eran completamente desconocidos. Así nos enteramos de la existencia de la Beat Generation, de Ginsberg, de Corso, de Burroughs, con los que en ocasiones se comparaba a Bukowski, y con los que Bukowski no era demasiado benévolo, al menos en su producción literaria exotérica. Supimos también que Céline y Hemingway eran los grandes maestros. El primero por incorporar el lenguaje hablado, la petite musique de la lengua vernácula, en la lengua escrita; el segundo, por su forma de escribir anti-retórica, sincopada, con frases cortas, depuradas y precisas, que curiosamente debía bastante a la obra de don Pío Baroja. Bukowski era, por otro lado, una magnífica guía de lectura. A pesar de mofarse de aquellos que hablan del arte de escribir más que dedicarse a él, en sus relatos y novelas podían encontrarse comentarios abundantes sobre la obra de otros autores. Camus: recomendable, pero no grita cuando le hacen daño. Henry Miller: está muy bien cuando escribe sobre follar, pero el resto es basura. Dictamen sin duda certero: por eso, lo mejor de Miller es el Opus Pistorum y cosas como El Coloso de Marusi resultan platos absolutamente indigeribles. Saroyan y Fante: lo más grande que ha dado la literatura estadounidense contemporánea. Dostoievsky: imprescindible e insuperable; él sí que sabía del asunto... Etc., etc.
En fin, Bukowski no era lo que se dice un tipo encantador. Nadie lo hubiese llevado a casa para compartir con la familia la cena de Nochebuena. Sin embargo, era un colega. Uno de los buenos. Un colega al que debíamos mucho, incluso un importante repertorio de malos hábitos. Había –y hay- que quererlo a pesar de todo, porque era de los nuestros.
A continuación os ofrecemos –sin ningún tipo de coste adicional- una buena ensalada de productos bukowskianos:
- Una tentativa de guía de lectura.
- Varias piezas musicales que, de un modo u otro, tienen que ver con la obra de Hank. [NB.- Puesto que el reproductor de GoEar está dando problemas, vamos a intentar de momento arreglarlo utilizando vínculos. Para no salir de amputacioneS, os recomiendo que pulséis sobre las canciones con el botón derecho del ratón, seleccionéis la opción 'Abrir en una nueva ventana' y minimicéis lo que aparezca. Procuraré, no obstante, encontrar una solución menos incómoda. Gracias por vuestro interés]
- El viejo leyendo alguno de sus poemas + un vínculo que os permitirá asistir a la edición del programa televisivo Apostrophes del 22 de septiembre de 1978, en la que Bukowski da la nota.
- Tres poemas, dos cartas y un fragmento del guión de la película Barfly. [Las traducciones son, como casi siempre, de amputacioneS]
Todo ello aderezado con fotografías y dibujos del propio Bukowski.
Que lo disfrutéis.
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