lunes, 15 de enero de 2007

VOCES. J. G. Ballard, paseo por el Museo de Atrocidades.

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James Graham Ballard nace en Shanghai, en el seno de una familia de la burguesía colonial británica, en el año 1930. Siendo aún un niño, las tropas japonesas entran en territorio chino. El espacio de las concesiones internacionales se convierte entonces en una especie de isla de la civilización occidental en medio de un mar de violencia y represión cada vez más agitado. El falso velo de inmunidad cae por fin tras el ataque a Pearl Harbor: los japoneses invaden el asentamiento internacional y, poco después, sus pobladores son encerrados en campos de concentración en las afueras de la ciudad. Ballard narrará su experiencia de prisionero en una de sus novelas más conocidas, El Imperio del Sol (1984).

Las bombas atómicas arrojadas por aviones estadounidenses sobre suelo japonés en el verano de 1945 ponen fin al expansionismo imperial japonés y anuncian la liberación de Ballard. El futuro escritor se encontraba a tan sólo 700 kilómetros de distancia de Nagasaki cuando el ataque del 9 de agosto tuvo lugar. El encierro y el hongo atómico constituirán más tarde dos piezas esenciales de su imaginario literario. En The Dead Time, un cuento publicado por primera vez en el año 77 en la revista Bananas y después incluido en el volumen Mitos del Futuro Próximo (1982), Ballard se centra precisamente en los momentos que siguieron a la victoria aliada y al abandono del campo de prisioneros por los soldados nipones.

“Quizá bastase esta insinuación de la presencia de los japoneses que nos habían encarcelado durante tres años para que no atravesásemos la línea que nos separaba del mundo silencioso fuera del campo. Nos quedamos juntos en la puerta, tratando de alisarnos las ropas andrajosas y escuchando a los niños que jugaban adentro. Detrás del primer bloque de dormitorios varias mujeres colgaban la ropa que habían lavado esa mañana, aparentemente satisfechas de comenzar la rutina de otro día en el campo. ¡Pero todo había terminado!”

En principio los prisioneros, como los náufragos de la buñuelesca calle Providencia, no se atreven a trasponer las puertas abiertas del campo. A sus espaldas se encuentra el mundo cotidiano y familiar del encierro; más allá aún acecha el peligro. El primero en dar el paso liberador es ese joven de veinte años que suponemos el propio Ballard. Con ese paso y sin sospecharlo, penetra en un tiempo y un espacio nuevos. El Futuro, con sus fuerzas aerotransportadas y sus guerras teledirigidas, ha irrumpido violentamente en la historia. Lo que viene a continuación tiene el tono apocalíptico, surreal y delirante del mejor Ballard: un camión cargado de cadáveres atraviesa arrozales y canales abandonados bajo el ruido de los motores de la aviación victoriosa.

“Intenté levantar otro de los cadáveres –recuerda el narrador-, pero mis manos volvieron a agarrotarse, y de nuevo tuve el mismo presentimiento, un muro que nos cercaba como la valla de alambre que rodeaba nuestro campo. Miré la nube de moscas que cubría mis manos y los rostros de los cuerpos que estaban entre mis pies, aliviado de no tener que verme otra vez obligado a hacer distinciones entre nosotros. Arrojé el encerado al canal, para que el aire les tocase los rostros durante el viaje. Después que se enfrió el motor volví a llenar el radiador con agua del canal, y arranqué rumbo al oeste”.




Al terminar la guerra, los Ballard regresan a Gran Bretaña. J. G. ingresa en el King’s College de Cambridge, donde cursa estudios de medicina durante un par de años con el objetivo de convertirse en psiquiatra. Pero después de haber investigado en las disciplinas que consideraba más interesantes (anatomía, fisiología y patología), decide abandonar la universidad y cambiar el rumbo. La imaginería clínica y la jerga médica serán, con todo, elementos recurrentes en su arte narrativa. El hospital, el quirófano, el laboratorio son escenarios habituales en unos cuentos y novelas, cuyos personajes protagonistas son, a menudo, médicos, psiquiatras o genetistas, y que, en ocasiones, rozan la seca precisión del informe facultativo.

A finales de la década de los cuarenta y a comienzos de los cincuenta, Ballard escribe algunos textos de corte experimental, que nunca llegarán a publicarse y en los que es reconocible el influjo del surrealismo. Ballard acaba de descubrir la producción artística del movimiento que encabeza Breton y, como muchos otros, cae subyugado por las posibilidades inéditas que sus propuestas artísticas implican. Años más tarde el periódico The Guardian llegará a afirmar: “Ballard es uno de los pocos surrealistas genuinos que este país ha producido”. De los surrealistas, Ballard tomará una forma de observar el mundo que ya no lo abandonará en el resto de su vida y un conjunto de técnicas de composición narrativa cuya expresión más brillante es, sin duda, The Atrocity Exhibtion (1969).

Ni médico ni –todavía- escritor profesional, Ballard resuelve una vez más mudar de aires y de dirección. El destino será Canadá, adonde marcha con la RAF con el propósito de aprender a pilotar. Lo acompaña la idea de que, en la era atómica, las batallas decisivas habrán de librarse en los cielos y quiere participar en los combates que vendrán. Como el Talbert-Traven-Travis-Talbot de La exhibición de atrocidades, también el joven Ballard prepara la Tercera Guerra Mundial en su cabeza. Pero en la base militar de Moosejaw, en Saskatchewan, hace otro descubrimiento que será de una importancia vital: la literatura estadounidense de ciencia ficción, que por entonces está atravesando su edad dorada.




El primer relato publicado por Ballard, Prima Belladona, aparece en 1956 en la revista Science Fantasy, la hermana pequeña de New Worlds, una publicación Ci-Fi que Michael Moorcock convertirá poco después en el buque insignia de la New Wave británica y en la que J. G. publica en torno a una veintena de textos. Ballard comparte con el resto de escritores de la Nueva Ola un mismo interés por trascender las fórmulas y manierismos de la narrativa de ciencia ficción yanqui, y la preocupación por nutrir el género con nuevos temas y aportes estilísticos y narrativos que proceden, en ocasiones, del arte de vanguardia más atrevido. La perspectiva quería también ser distinta, más cargada –por decirlo así- de intención política y crítica.

Al final de su muy breve introducción de 2001 a The Complete Short Stories –breve, sobre todo teniendo en cuenta que el libro supera con creces las mil páginas-, Ballard señala: “me interesaba más el futuro real que podía ver aproximarse y menos el futuro inventado por el que se decantaba la ciencia ficción. Huelga decir que el futuro es un lugar peligroso, abundantemente minado y con tendencia a revolverse y morderte en los tobillos cuando intentas penetrar en él”. Y un poco más adelante, haciendo referencia a Vermilion Sands, su volumen de cuentos del año 1971, afirma: “sólo puedo responder que [sus relatos] no se emplazan en el futuro, sino en una suerte de presente visionario”. Una declaración de principios que podría valer, por otro lado, para el resto de su obra literaria.

Futuro peligroso – presente visionario. Sobre esta encrucijada de tiempos aparentemente contradictorios se asientan, en efecto, los cimientos de toda la narrativa ballardiana. Podría hablarse de novelas de anticipación en el sentido de que Ballard va siempre un paso por delante del presente histórico y es capaz de iluminar los aspectos terribles de lo que está a punto de acontecer. O ya aconteciendo, porque el Futuro está ya aquí, acechando tras cada recodo, germinando en las pantallas de los televisores y en los monitores de cada ordenador personal, en las autovías, en los centros comerciales… El doctor Talbert de La exhibición asevera, en su lucidez psicótica, que la distinción freudiana entre el contenido latente y el contenido manifiesto de los sueños puede aplicarse, no sólo al mundo onírico, sino también a la realidad exterior. Una imagen que igualmente puede servir para desentrañar el sentido último de las estrategias narrativas de Ballard.

Piezas maestras del arte de la distopía y del género de lo ‘fantástico terrible’, los textos de Ballard tienen, efectivamente, la capacidad de traer al nivel de lo consciente y de sacar a la luz los elementos censurados, lo no-dicho del presente histórico: ese fondo mítico de la actualidad en el que bullen –todavía y por siempre jamás- fuerzas primordiales nunca domeñadas. Poseen además un poder premonitorio sospechoso y aterrador. En su tetralogía de los elementos, que recoge sus primeras cuatro novelas, producidas durante la primera mitad de los años sesenta, Ballard describe el mundo destruido por catástrofes naturales que, en la era del calentamiento global, se han convertido en algo más que posibilidades remotas. En The Drowned World (1962), por ejemplo, la radiación solar ha provocado, no sólo un alza alarmante de las temperaturas, sino que las grandes ciudades de Europa y Norteamérica hayan quedado anegadas como consecuencia del deshielo de los casquetes polares; y en The Drought, la tercera novela de la serie, publicada dos años después, Ballard imagina un mundo completamente desecado a causa de la contaminación producida por decenios de industrialización salvaje.

El comienzo de la década de los sesenta va a traer también consigo algunos acontecimientos que resultan determinantes en la trayectoria vital y profesional de Ballard. En primer lugar, tras la publicación de su primera novela, The Wind from Nowhere (1962), escrita durante un período de vacaciones de un par de semanas, J. G. decide convertirse en escritor a tiempo completo. En segundo lugar, la muerte por neumonía de Helen Mary Matthews en 1964, con quien se había casado nueve años antes, lo deja tempranamente viudo, a cargo de tres hijos y profundamente abatido. Y en tercer lugar, se produce uno de los hallazgos literarios más importantes e influyentes en la carrera posterior del recién estrenado escritor: la lectura de El Almuerzo Desnudo de William S. Burroughs. Del efecto cruzado de estos dos últimos hechos, surgirá precisamente una de sus obras más personales, hondas e inquietantes: la ya citada Exhibición de Atrocidades.

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Ballard empieza a trabajar en los textos que después compondrán The Atrocity Exhibition en el año 1965, pero el libro no aparece hasta finales de la década. Es una obra extraña, de difícil lectura, repulsiva y dotada, al mismo tiempo, de una belleza turbadora. Su quiebra de la linealidad narrativa y su estructura descoyuntada, compuesta de lo que el propio Ballard llama "condensed novels”, deben mucho a la vieja militancia surrealista de su autor y a la fuerte impresión que le había causado la lectura de la obra de Burroughs, que por esas fechas había concluido también su trilogía de Nova y acababa de dar a la estampa The Wild Boys, y a quien Ballard conocerá personalmente durante su estancia en Londres.


En una entrevista concedida con ocasión de la muerte de Burroughs, Ballard recuerda: “Entonces leí aquel librito con las tapas verdes [refiriéndose a The Naked Lunch], y recuerdo que no había leído más que cuatro o cinco párrafos cuando involuntariamente salté de mi asiento y grité de felicidad porque sabía que un gran escritor había aparecido entre nosotros. Por supuesto, devoré el libro y todas las novelas de Burroughs. Creo que Olimpia Press había publicado ya tres o cuatro por entonces. Sabía que aquel hombre era el escritor en lengua inglesa más importante que había aparecido después de la Segunda Guerra Mundial, y sigo manteniendo la misma opinión. Fue un momento estimulante. Quiero decir que, aunque mi escritura nunca ha seguido los preceptos establecidos por Burroughs, su ejemplo fue un gran estímulo para mí”.


El libro incorpora además todas y cada una de las preocupaciones y obsesiones recurrentes de Ballard: la bomba atómica, la guerra, los afectos torcidos, la muerte de JFK, los accidentes de automóvil, etc. También pueden encontrarse aquí, al menos en su forma embrionaria, algunos de los temas que después merecerán un tratamiento más detallado en otras novelas. El capítulo 12, sin ir más lejos, lleva por título ¡Crash! y en La Universidad de la Muerte, la segunda de sus secciones, puede leerse: “Además de una función ontológica, que redefine los elementos de tiempo y espacio de acuerdo con nuestro artículo de consumo más poderoso, el choque de autos puede ser percibido inconscientemente como un acontecimiento fertilizante antes que destructivo, una liberación de energía sexual capaz de reconciliar con una intensidad de otro modo imposible la sexualidad de los que han muerto: James Dean y Miss Manfield, Camus y el presidente asesinado. En la eucaristía del choque de autos simulado vemos transcritas las partes pudendas de Ralph Nader, nuestra imagen más próxima de la sangre y el cuerpo de Cristo”.


Crash es justamente el título de su siguiente novela, y una de las más celebres. Antes de ser editada en el año 1973, fue rechazada por varios consejos editoriales, uno de cuyos lectores llegó a advertir: “Este autor está más allá de cualquier asistencia psiquiátrica. No publicar”. Y no es de extrañar, porque Ballard seguía hundiendo con saña el dedo en la llaga de las psicopatologías contemporáneas: en este caso, la erótica de la máquina, el choque entre automóviles como una forma extrema de contacto sexual. En su introducción, escribe: “A lo largo de Crash he utilizado el coche no sólo como una imagen sexual, sino como una metáfora total de la vida del hombre en la sociedad de hoy. Como tal, la novela posee, aparte de su contenido sexual, una función política, aunque me gustaría seguir considerando Crash como la primera novela pornográfica basada en la tecnología. En cierto sentido, la pornografía es la forma más política de ficción, pues trata del modo en que nos usamos y explotamos los unos a los otros de la forma más urgente y despiadada”. Poco más que se pueda añadir.


En las dos décadas siguientes, Ballard retorna en cierto modo a formas más tradicionales de narración, y también más cercanas a sus orígenes como escritor. Los temas que trata, el tono ácida y brutalmente crítico con que se acerca a ellos, siguen siendo, sin embargo, los mismos. En Concrete Island (1974), por ejemplo, Ballard ensaya una variación sobre las cuestiones y paisajes explorados en Crash y sobre el mito de Robinsón. El coche de Robert Maitland, un arquitecto de 35 años, sufre un reventón en su regreso a casa desde el trabajo, se ve obligado a hacer una brusca maniobra y acaba en una mediana rodeada por los carriles de la autovía. Nadie se detiene a ayudarlo. Como un Robinsón Crusoe posmoderno, Maitland ha quedado atrapado en un islote de cemento. Mientras que en High Rise, publicada un año más tarde, presenta otra conseguida imagen del Occidente tardomoderno: un rascacielos que ofrece a sus habitantes todas las comodidades que el mundo contemporáneo pueda facilitar. El edificio en cuestión es otro de esos paisajes ultratecnologizados habituales en las novelas de Ballard, espacios al mismo tiempo de encierro, aislamiento y falsa protección, en los que los impulsos menos racionales de los seres humanos encuentran formas novedosas de expresarse.

En 1984, se edita Empire of the Sun, en la que Ballard rememora de nuevo los años pasados en el campo de internamiento de Lunghua. Es la primera de las novelas de J. G. que se desvía de lo fantástico para centrarse en los elementos autobiográficos. Gracias, sobre todo, a la adaptación cinematográfica que Steven Spielberg realizará tres años después, servirá además para ampliar considerablemente el público lector de una autor que, hasta entonces, había evolucionado poco fuera de los ámbitos underground. Una secuela del libro aparece en 1991 bajo el título de The Kindness of Women. Ballard hace aquí un recorrido a lo largo de toda la segunda mitad del siglo XX y proporciona alguna de las claves personales que están detrás de la gestación de sus trabajos de ficción más controvertidos.



Pasada la mitad de los ochenta, Ballard retorna en cierto modo a sus orígenes. En 1987, publica The Day of Creation, libro de lejana inspiración conradiana, en el que Ballard entrevera el género de ciencia ficción con componentes propios de la novela de aventuras. Y a comienzos de la década siguiente da a la estampa Rushing to Paradise (1994), otra distopía cargada de humor negro e irreverente, en el que una ecologista termina convirtiéndose en una suerte de doctora Moreau contemporánea. Las dos últimas décadas del siglo son también la ocasión para que Ballard ensaye su muy peculiar visión del género negro con Running Wild (1989) y Cocaine Nights (1998). A ésta le siguen Super-Cannes (2000), Millenium People (2003) y Kingdom Come (2006), su última novela hasta la fecha.


Y a continuación:

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