viernes, 2 de febrero de 2007

AGITPROV. Informe Verídico sobre las Últimas Oportunidades de Salvar el Capitalismo en Italia (VI) - G. Sanguinetti (1975)

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V. Lo que es la crisis en el mundo y en qué diferentes especies se manifiesta.

“Troya, alzada aún sobre su base, se habrá derrumbado ya, y la espada el gran Héctor ya no tendrá señor […] El contrato de la autoridad no fue respetado; y mirad: todas las tiendas griegas levantadas vanamente en este llano son otras tantas vanas facciones […] Cuando todos los rangos se han disfrazado, también los más indignos ofrecen un bello aspecto en la mascarada […] cuando los planetas, en una culpable confusión, derivan hacia el desorden, ¡qué plagas y qué catástrofes! ¡Qué sediciones! ¡Qué desenfreno de los mares, temblores de tierra, agitación de los vientos, espantos, cambios, horrores que corrompen y destruyen, arrancan y desgarran la unidad y el apacible matrimonio entre las clases, fuera de su inmutable condición! ¡Ay, si la jerarquía se tambalea, ella que es la medida de los más altos designios, es que la empresa está enferma! […] Entonces toda cosa queda reducida a una cuestión de poder, y el poder a la voluntad, y la voluntad al apetito; y el apetito, ese lobo universal, secundado así doblemente por la voluntad y el poder, hace necesariamente del universo su presa y, al fin, se devora a sí mismo […] Es nuestra debilidad la que cerca Troya, y no su fuerza.”
SHAKESPEARE, Troilo y Crésida.

Cuando el presente no conducía a añorar el pasado y cuando el porvenir no parecía comprometido por la precariedad de un presente como el nuestro, los hombres vivían su tiempo en toda su riqueza: en la segunda mitad del siglo XVIII, por dar un ejemplo evocador, la sociedad veneciana podía darse el lujo de olvidar, literalmente, las obras maestras de un Vivaldi y de un Albinoni, puesto que de Viena llegaban las nuevas obras maestras de Mozart y de Lorenzo Da Ponte.

Pero en una época en la que la pobreza de un presente a la vez inquieto y estancado anuncia un porvenir turbio y trágico; en una época en la que el redescubrimiento de las obras maestras del pasado, bien pronto arrebatadas, apenas nos consuela; en una época en la que la miseria, y especialmente la miseria cultural, domina nuestras sociedades de la abundancia perdida y nos agrede, los individuos y las clases, los dirigentes y los dirigidos, y, a fin de cuentas, hasta el Estado, todas las cosas, en suma, parecen agitarse en una suerte de “inquietud absoluta por no ser lo que se es”, para decirlo con Hegel. Asistimos así a una extraña alienación generalizada y universal en virtud de la cual nadie puede ya representar el papel que lo define: los obreros ya no quieren ser obreros, los dirigentes temen aparecer como tales, los conservadores se esconden o se callan, la burguesía tiene miedo de ser burguesía; queremos decirlo una vez más: “cuando todos los rangos se han disfrazado, también los más indignos ofrecen un bello aspecto en la mascarada”, y entonces se desvanece “la unidad y el apacible matrimonio entre las clases”, pues ya no hay para nadie ninguna “inmutable condición”.

En lo que concierne a esa burguesía italiana a la que Giorgio Bocca recuerda en vano que “no ha nacido ayer”, y que es incluso la primera burguesía que ha aparecido en la historia y la que inventó la banca, la vemos hoy tomar al pie de la letra todas las profecías de sus adversarios, dar más credibilidad al marxismo de moda y a sus previsiones que a su propia historia y a su propia cultura, olvidadas o ignoradas, llenarse la boca de argucias sobre el proletariado y sobre los medios más adecuados mediante los cuales los obreros deberían conducir sus propias luchas; tanto y tan bien que resulta pertinente decir a esa parte de nuestra burguesía que, en la gran puesta de sol del capitalismo, de la que ella misma habla, todos los gatos son rojos.

Esta crisis general de identidad no es, a su vez, más que un aspecto particular de la actual crisis mundial, pero no por ello merece menos nuestra atención; y, puesto que nos detenemos en esta cuestión, queremos a contrario citar, sin comentarios y con vistas a esa burguesía, un elocuente pasaje de una carta privada que nos fue dirigida por un diplomático ruso, cuyo nombre callaremos, inmediatamente después de la invasión de Checoslovaquia en 1968:

“[...] Es la estupidez –escribía nuestro corresponsal- la que hace que exista una cuestión obrera en su país; no veo en absoluto en que quieren convertir al obrero europeo una vez se lo ha convertido en una cuestión. Si quieren ustedes esclavos, están locos al concederles aquello que los convierte en señores; han destruido ustedes en su germen los instintos que hacen a los trabajadores posibles como clase, los instintos que les harían admitir incluso esa posibilidad; ¿qué tiene de asombroso que a ese obrero su vida le parezca hoy una calamidad o, por utilizar la lengua de la moral, una injusticia?”


Foto: Margaret Bourke-White


Hemos querido traer aquí este fragmento, cuyas itálicas se encuentran en el original, no por gusto por la anécdota, sino para mostrar que, en el frío y brutal lenguaje que es propio de la burocracia soviética, puede haber más verdad, sinceridad y realismo que en las disertaciones marxistas de ciertos burgueses, más o menos intelectuales, de nuestro país. ¡Sería, de todos modos, el colmo de la ironía de la historia que nuestra política, desconsiderada con Maquiavelo, tuviese que ir a buscar lecciones de ciencia en la burocracia dominante en Moscú! Y, sin embargo, la clase que detenta el poder en Moscú parece olvidar menos que nosotros su propia identidad y es, a pesar de sus inmensas carencias, consciente de sus intereses, sabe defenderlos y sabe contra quién debe defenderlos. Los comunistas, en Rusia y en cualquier parte, saben de hecho mejor que los demás que, hoy en el mundo, ya no es posible ninguna auténtica revolución que no sea realmente proletaria, es decir que no se rebele contra toda dominación y clase dirigente y, en consecuencia, también contra la clase que ellos mismos constituyen en los países en los que detentan el poder; y no es por casualidad si sus partidos en el extranjero han dejado de hablar de una revolución que no pueden aceptar, pues en la Rusia de 1917 la conocieron de cerca; y si se sirvieron de ella para apropiarse del poder, fue únicamente haciéndola añicos como pudieron mantener las riendas del Estado y de la economía.

Pero entrando en la materia de la más vasta cuestión mundial que queremos tratar sumariamente en este capítulo, diremos que sólo después del otoño de 1973 –y tomaremos como punto de referencia la última guerra arabo-israelí, tan cargada de consecuencias- la crisis social que, en el lustro anterior, había asediado a casi todos los países europeos, y no sólo europeos, se ha convertido de golpe en una crisis mundial y total al mismo tiempo.

Esta crisis es mundial porque, extensivamente, todos los regímenes y todos los países del globo, unos de un modo y otros de otro, se ven afectados simultáneamente, incluso si las características específicas de la crisis pueden presentar inicialmente diversos rasgos predominantes según los diferentes países.

Por otro lado, esta crisis es total porque, intensivamente, es toda la profundidad de la vida, tal como ésta se despliega en el interior de cada país, la que ha sufrido el contagio.

Ya se trate de la crisis política o de la crisis económica, de la polución química del aire que respiramos o de la adulteración de los alimentos, del cáncer de las luchas sociales o de la lepra urbanística que prolifera allá donde en otro tiempo estuvieron las ciudades y el campo, del aumento de los suicidios o de las enfermedades mentales, de eso que se llama explosión demográfica o del umbral ya franqueado por la nocividad de los ruidos, del orden público perturbado por los facciosos o los bandidos, en todos los casos topamos, en fin, con una imposibilidad sobreañadida de ir más lejos en el camino de la degradación de lo que fueron las conquistas de la burguesía propiamente dicha.

Debemos admitirlo: nosotros -y no nosotros personalmente, sino en tanto herederos de esas mismas conquistas-, pues bien, nosotros no hemos sabido pensar estratégicamente, sino que –asemejándonos más al pueblo llano que a una clase propietaria- hemos pensado y vivido en el día a día, hipotecando sistemáticamente el presente a fuerza de acumular deudas impagables frente al futuro; es decir, a fuerza de renunciar cotidianamente a un porvenir digno de nuestro pasado para no renunciar a ciertas ventajas despreciables, ventajas engañosas de un presente tan fugaz. Y como dice el poeta de Vaucluse [i.e. Petrarca]:

La vita fugge e non s’arresta un’ora,
e la morte vien dietro a gran giornate,
e le cose presenti e le passate
mi danno guerra, e le future ancora.”



Foto: Jacques-Henri Lartigue


Así pues, nuestras clases dirigentes parecen haber quedado reducidas hoy en día a no discutir más que el plazo de su mandato –mandato a propósito del cual olvidamos demasiado a menudo que no lo tenemos por gracia de Dios ni del pueblo, sino únicamente de nuestras propias capacidades en el pasado-; e incluso dicha discusión se reduce más o menos a examinar tristemente cuáles serían los paliativos más apropiados para retrasar tal plazo. Y esto es así porque, en un semejante proceso de decadencia, hemos llegado a un punto de incompatibilidad total en el que el sistema social, económico y político que dirigimos parece querer asociar su suerte a la continuación incesante de un creciente e intolerable deterioro de todas las condiciones de existencia de todos y respecto de todo. Se ha dicho que la crisis causada por el embargo de petróleo y la consiguiente subida del precio del crudo decidida por los países productores árabes había provocado la más grave crisis económica en la que se debate hoy el mundo, y hay algo de cierto en ello, pero no es más que una parte de la verdad, y justamente la parte más contingente, incluso si no se la puede llamar pasajera. A propósito de la actual crisis mundial cabe decir, como Tucídides de la guerra del Peloponeso, cuando señalaba: “Thn men gar alhqestathn projasin, ajanestathn de logw”, cuál es realmente “la causa más cierta y menos exhibida”, pues la auténtica crisis de hoy, y es algo que no se dice, no es una crisis económica, como lo fue, por ejemplo, la de 1929, que fuimos capaces de superar ya se sabe cómo; nuestra crisis es ante todo una crisis de la economía, lo que equivale a decir del fenómeno económico en su conjunto, y es en el interior de esta crisis general en la que más tarde se ha insertado una crisis petrolera y económica particular.

Ésta es el efecto, de lo más inquietante, de un doble proceso convergente: de un lado, los obreros, que escapan al encuadramiento sindical, nos imponen condiciones de trabajo e incesantes reivindicaciones de salario que perturban gravemente nuestras decisiones y las previsiones de los economistas. Y por otro lado, esos mismos trabajadores, en su condición de consumidores, parecen de repente asqueados por los productos que compraban gustosamente antaño y crean dificultades –cuando no bloqueos- a la circulación de las mercancías. De suerte que nos encontramos en el siguiente impasse: no conseguimos vender las mercancías que los trabajadores rehúsan tanto producir como consumir. En la raíz de dicha crisis no hay, como piensan algunos, una actitud subjetiva de los individuos, aunque ésta sin embargo se integra en el proceso y, en consecuencia, aumenta los daños. La economía ha entrado en crisis, en primer lugar, por sí misma, y por su propio movimiento se ha extraviado en el camino que conduce a su autodestrucción. Ciertamente, no es cuantitativamente cómo la economía se revela incapaz de aumentar en todos los ámbitos la producción y de desarrollar las fuerzas productivas, sino cualitativamente.

El desarrollo de dicha economía, de cuya crisis seguimos siendo detentadores, ha sido –podemos decirlo con motivo- anárquico e irracional: hemos seguido modelos arcaicos más propios de una economía agraria que de una economía industrial evolucionada, porque, al igual que en las sociedades antiguas, siempre en lucha contra una penuria real, hemos perseguido el máximo de productividad pura y progresivamente cuantitativa, “non discernendo el troppo da quello che basta” [Guicciardini]. Esta identificación con el modo de producción agrario se ha traducido así en el modelo pseudo-cíclico de la producción sobreabundante de mercancías, en las cuales se ha “integrado conscientemente la usura” para mantener artificialmente el carácter estacionario del consumo, el cual justifica la continuación incesante del esfuerzo productivo conservando la proximidad de la penuria. Y aquí está la razón de que la realidad acumulativa de una producción semejante, indiferente a la utilidad y la nocividad, se vuelva hoy contra nosotros bajo la forma de la polución y de las luchas sociales; pues, por un lado, hemos envenenado el mundo y, por otro, hemos dado al pueblo, en cada instante de su vida cotidiana, un motivo especial para rebelarse contra nosotros y envenenar así nuestra propia vida. Nos reservamos para el último capítulo tratar algunos de los remedios que proponemos contra esta “enfermedad económica”.

Señalemos, sin embargo, aquí que nuestro poder que, en el momento de los primeros síntomas de guerra social, defendía –como ya hemos visto, no demasiado brillantemente- la abundancia atacada por la subversión, hoy en día debe defender la abundancia perdida; en una palabra, nos encontramos en el deber de dirigir las desgracias del mundo. Quisiéramos que el lector estuviese atento a la paradójica coincidencia que viene a continuación y que constatamos por primera vez en la historia universal: en el preciso instante en que todos las potencias del mundo están dispuestas a venir en su socorro mutuo –a pesar de las divergencias de detalle que ya no las oponen verdaderamente-, cada una de esas potencias está necesitada hasta tal punto de ayuda que ya no se encuentra en situación de ayudar eficazmente a las demás; el poder de cada Estado es muy limitado fuera de sus fronteras porque se encuentra gravemente comprometido en el interior de ellas.

Por otro lado, la así llamada coexistencia pacífica entre las grandes potencias no es en modo alguno el fruto de una loable elección hecha deliberadamente en la esfera de la política mundial, ni tampoco el resultado de los éxitos registrados por la diplomacia moderna, como cree el pueblo. Nosotros sabemos que la coexistencia pacífica no es una virtud, sino una necesidad, y mucho menos feliz de lo que se quisiera creer; pues si ningún conflicto mundial tiene lugar en las hipótesis, no es tanto a causa del peligro que representan las armas termonucleares como a causa del nuevo y –según nosotros- más grave conflicto social que cada nación debe esforzarse en superar por sí misma. Se puede decir en pocas palabras que ya no es posible una guerra mundial porque la paz ha abandonado este mundo; y que al más alto grado de poderío militar alcanzado jamás por un Estado corresponde también el más alto grado de impotencia.

Foto: Werner Bischof

Clausewitz decía que la guerra “es la continuación de la política por otros medios”; pero incluso esta definición, válida hasta ahora, no lo es a partir de este momento y en lo que vendrá, pues es la pretendida “paz” la que hoy en día resulta ser la continuación de la guerra de otro modo; mas se trata de la continuación de otro tipo de guerra, que los Estados no eligen ni declaran. Los propios ejércitos deberán ser pronto completamente reestructurados, siguiendo el ejemplo inglés de un ejército profesional, con el fin de ser aptos para combatir en el interior contra la subversión, mientras que los servicios secretos tendrán que ocuparse a partir de ahora, principalmente y desde el punto de vista militar, de la política interna, y no de la política exterior (¡pero, por caridad, sin seguir el ejemplo del SID italiano!). La próxima “gran guerra” se anuncia como una guerra civil generalizada; sean, pues, bienvenidos los teóricos capaces de instruir a las unidades de profesionales que deberán implicarse en este combate pro aris et focis [por nuestros altares y hogares].


Claro que todavía habrá guerras entre Estados; pero serán, como la de Oriente Próximo, guerras locales, y las grandes potencias deberán intervenir indirectamente en ellas para limitar los daños y las consecuencias a escala mundial que son susceptibles de provocar en los países industriales avanzados, puesto que éstos se encuentran en situación tan precaria. Y aquí interesa subrayar la derrota sufrida por la política de las grandes potencias, y en consecuencia por el mundo, tras la última guerra árabo-israelí de 1973. Como es sabido, la victoria israelí, aplaudida por Europa, fue obtenida con el apoyo militar y diplomático de los Estados Unidos y ha costado –y seguirá costando- a los Estados Unidos y a todos sus aliados mucho más que una derrota en un teatro de operaciones mundial. En ese momento, incluso los más reticentes a admitirla se convencieron de la vulnerabilidad de todo nuestro sistema económico y monetario en una coyuntura ya muy delicada de crisis social.


En sus tiempos, David Ricardo definió el trigo como “la única mercancía que es necesaria, tanto para su propia producción, como para la producción de cualquier otra mercancía”, pues en aquella economía el trigo aseguraba la supervivencia de las propias fuerzas laboriosas de una manera privilegiada. Los tiempos han cambiado y hoy es el petróleo el que podría ser definido como el producto necesario e indispensable para producir y consumir cualquier otro. En la época de la “Guerra del Yom Kippur”, a Europa le bastó entrever la perspectiva de pasar un frío invierno para que la Alianza Atlántica, creada para resistir contra las potencias armadas del otro lado del Telón de Acero, se fundiese como la nieve al sol; sólo Caetano se mantuvo fiel a la OTAN y hoy la OTAN ya no puede contar con él.


A continuación, hecho más grave, la crisis energética, los aumentos sucesivos en el precio del crudo y todos los desplazamientos de los equilibrios económicos y financieros produjeron, en el interior de la crisis de la economía, la actual intensificación de la crisis económica; y, al mismo tiempo, ofrecimos a los países árabes esa espada de Damocles que, para nuestra comodidad, con gusto se han encargado de mantener suspendida sobre nuestra industria. Señalemos de pasada la debilidad mental que se manifiesta en los cálculos económico-políticos de quienes dirigen nuestros asuntos desde hace una generación: si se quisiera continuar esta forma precisa de expansión, tan claramente basada en un abastecimiento de petróleo a bajo precio, deberíamos entonces mantener el viejo colonialismo, y no sacrificarlo ante las ilusiones de rentabilidad inmediata del “neocolonialismo”. Las tropas de los principales Estados burgueses controlaban, no hace ni treinta años, casi la totalidad de los países productores de nuestras materias primas y de nuestras actuales fuentes de energía. Elegimos, con el más simplista de los cálculos, abandonarlos los aparentes costes menores, ¡y esto con el fin de desarrollar a continuación nuestra tecnología como si todavía controlásemos esos países! Una decena de guerras coloniales permanentes no nos habría costado un cuarto de lo que ha supuesto el apuro en el que nos encontramos actualmente.

Este fracaso, tan poco imprevisible, llegó por añadidura en la época del declive de la potencia americana en el mundo; intensificó la crisis política interna, que poco después haría caer a Nixon en el ridículo; y llevó más allá de su punto crítico la crisis que desde hace años desgarra silenciosamente el tejido social de Estados Unidos. Los primeros efectos de todos estos errores se vieron inmediatamente, pero sólo se han comenzado a ver y aún no avistamos su fin. ¿Y qué decir de la ingenua desenvoltura con que el sucesor de Nixon, Gerald Ford, proclamó en su discurso de investidura: “Desde ahora sabemos que un Estado lo bastante fuerte para daros todo lo que queréis es también un Estado lo bastante fuerte para arrebataros lo que tenéis”? “Desde ahora sabemos…”, ¿qué sabemos? Hoy, pocos meses después de esta audaz declaración, sabemos, por ejemplo, que el déficit federal ha aumentado vertiginosamente desde entonces y que Ford espera que, en el balance para el ejercicio 1975-1976, dicho déficit no supere el 900 % de la cifra del precedente. Los miserables pensadores de un poder que se empobrece a ojos vista, cuando prevén el bien, ven mal, y cuando prevén el mal, ven bien. Henry Kissinger, por ejemplo, aunque no sea un “hombre sin cualidades”, se asemeja al personaje de Musil al menos por su defecto: que disuelve constantemente la acción en la vanidad de la acción y lo útil en lo inútil; en otros términos, carece, como la mayoría de aquellos que nos encontramos todos los días en los cuatro rincones de la Tierra, de una visión estratégica de lo que es preciso hacer o evitar hacer, más allá de las obligaciones contingentes, para salvar un mundo que se domina con una dificultad creciente; pues resulta inútil querer dominar lo que se convierte en ruinas, cuando se trataría más bien de salvar lo que se puede dominar. Y en lo que concierne a esa guerra que los israelíes han ganado frente a los árabes, nos bastará decir a todos los modernos Metternich que habrían hecho mejor en tener en cuenta un par de antiguas máximas: una, que “nunca fue una sabia decisión reducir al enemigo a la desesperación” (Maquiavelo); y la otra, que “aquellos que saben vencer son mucho más numerosos que aquellos que saben hacer un buen uso de su victoria” (Polibio).


Foto: Raymond Depardon


En cuanto a Europa, que parece haber olvidado que ha producido todas las obras maestras del pensamiento humano y que en estos últimos treinta años ha depositado más confianza en los pensadores del otro lado del Atlántico de la que se permitiría dispensarse a sí misma, resulta ahora patente que se ha disgregado incluso como simple “comunidad económica”. Y en Italia, los más grandes esfuerzos de ciertos medios del poder económico y político pueden pasarse sin comentarios si se considera que no han dado como resultado más que la irrisoria tentativa de retornar a la vieja “solución” fascista, justo en el momento en el que las últimas ruinas de ese fascismo tenían el fin que se podía prever en Portugal y en Grecia.

Los políticos podrán negarlo tanto como quieran, pero su moneda de cambio, la mentira, se encuentra en este momento aun más corroída por la inflación que la lira; ha concluido una época y otra nueva se abre. Sabemos que los hombres, tan a menudo dispuestos a interpretar el pasado con términos nuevos, son también frecuentemente llevados a interpretar lo nuevo con términos antiguos; y así no comprenden lo que debe hacerse, pues el cambio en los tiempos es expresión siempre, y ante todo, de aquello a lo que le ha llegado su hora. El concubinato de una época con la siguiente nunca corre el peligro de institucionalizarse en matrimonio, no importa lo que piense el senador Amintore Fanfani, que indudablemente sería más estimado como intérprete de los paisajes toscanos que como intérprete de la historia.

Pero queda todo dicho de la miseria intelectual que se ha instalado persistentemente en el poder de nuestro país, y que lo asola, cuando repara en las reflexiones, aparentemente inocentes, con las que se nos distrae a la espera de alguna panacea desconocida y que abundan en nuestra prensa, y no precisamente en la peor; pensamos, por ejemplo, en el candor con el cual nuestro periódico más importante ha afirmado en numerosas ocasiones “que envidiaba a los franceses por Giscard d’Estaing”. Es bien cierto que nuestra clase política, hechas un par de salvedades, daría vergüenza a una tribu de pigmeos; pero ello no es en absoluto razón suficiente para burlarse de nuestra vecina, la desgraciada Francia, pretendiendo que tenemos envidia de unos políticos con los que ninguna tribu de watusis podría contentarse. Cualquiera que tuviese menos sentido de la urbanidad que nosotros pero hubiese tenido ocasión de cenar en una o dos ocasiones con el neo-presidente francés, sacaría conclusiones sobre el personaje en términos no muy diferentes de los que el Señor Nicolás [Maquiavelo] empleó en su epigrama in mortem al Gonfaloniero:

"La notte che morì Pier Soderini,
l’anima andò de l’inferno alla bocca;
gridò Pluton : — Ch’inferno ? anima sciocca,
va su nel limbo fra gli altri bambini."

Que se nos perdone el artificio literario, pero en la actual generalización de las malas costumbres, cada estupidez hace valer el derecho de ciudadanía que le es debido y no hay imbecilidad que quede sin protector; aquí en Italia respetamos demasiadas cosas como para que sean dignas de ser respetadas. En el fondo, ni siquiera es Giscard lo que la trivialidad periodística envidia a los franceses, es algo peor: envidia la provocadora imagen del presidente-manager, tecnócrata eficiente y lleno de esperanzas, atrevido para obrar algunos cambios espectaculares en la etiqueta y para promover con juvenil fervor cien innovaciones de detalle que por un instante distraen la atención de su país de la subversión que se avecina, la cual se alimenta todavía de las cenizas del mes de mayo de hace siete años.

Ciertamente, la “cuestión italiana”, la francesa o la inglesa no podrán resolverse poniendo, por ejemplo, en lugar de un Flaminio Piccoli o de un Rumor, a algún personaje más “telegénico”, menos implicado en los fracasos del pasado o menos comprometido con la mafia que el ministro Gioia. Que sea necesario –y, en el presente, urgente- cambiar también a la mayoría de los hombres que deberían defender nuestros intereses es algo que nadie niega; pero remplazarlos por Giscards es un remedio que en modo alguno combate el mal. Se habla de ese mal que todos sufrimos, se discute, se escribe, y todos los enfermos juegan a los médicos: así sus diagnósticos son siempre enfermizos y sus recetas poco más que un síntoma suplementario de esa enfermedad común. Manzoni era de la opinión de que “nosotros, hombres, estamos hechos generalmente así: nos rebelamos con indignación y cólera contra los males mediocres y nos resignamos ante los extremos; soportamos, no sólo resignados sino embobados, el colmo de aquello que declaramos insoportable desde su primera aparición”.

Foto: Henri Cartier-Bresson


No queremos disimular ante el lector que hablarle tan fríamente es para nosotros una tarea ingrata; pero por otro lado, hablar de otro modo nos parece imposible, y vergonzoso el silencio. Y nuestra propia frialdad, al tratar de cosas que nos afectan tan de cerca, no es el producto del cinismo que ciertos espíritus malintencionados quisieran atribuirnos, sino de la necesidad de mantener la sangre fría en presencia del peligro del fin de nuestro mundo; quienquiera que no sienta lo suficiente el peligro de ese fin jamás estará en situación de ponerle fin a tal peligro.

Aquellos que en el presente, en Italia y en otros lugares, se aventuran en previsiones arriesgadas referentes a la “recuperación” económica, fingiendo creer que esta crisis se asemeja a tantas “coyunturas” desfavorables pero pasajeras del pasado, lo hacen sobre todo con una intención demagógica, estimando que no resulta inútil hacer creer al pueblo –al cual ya no pueden prometer el oro y el moro- que, sino les obreros, al menos los dirigentes, prevén algún tipo de recuperación segura para el año próximo; pero, cada trimestre que pasa, esos mismo profetas se ven infaliblemente obligados a retrasar y aplazar otro tanto ese cambio de tendencia desgraciadamente quimérica: la ilusión del cambio no implica, pues, un cambio en las ilusiones. Piero Ottone escribía recientemente, con razón, que “la espera de una desgracia es angustiosa, exasperante; cuando al fin la desgracia nos golpea, casi respiramos de alivio y, paradójicamente, sufrimos menos. Hasta ayer temíamos que el país se hundiese; el simple hecho de que aún no se haya hundido procura al que era más pesimista una curiosa sensación de victoria”.

Nosotros, que no somos ni pesimistas ni optimistas, ni siquiera nos beneficiamos de esa “curiosa sensación de victoria”; pero, como no quisiéramos dejar con demasiado mal sabor de boca al lector que ha llegado hasta el final de este poco regocijante capítulo, le citaremos un pequeño chiste, cuyo ingenio no es ajeno a nuestro tema. El chiste, que es un arte menor muy italiano, y el único que queda vivo, se encuentra en relación inversamente proporcional a los tiempos: los más logrados proceden de las épocas más desgraciadas y, en cierto modo, hacen las veces de única consolación. “¡Es una pena –nos decía el presidente de una de nuestras más famosas industrias nacionales al contárnoslo-, es una pena que los chistes no coticen en bolsa!” He aquí la historieta, situada en otro tiempo y lugar: el jefe de una tribu de sioux, después de un año en el que las cosechas habían quedado destruidas por lluvias catastróficas, reúne a su gente ante la proximidad del invierno para comunicarle la nueva; y, no sabiendo demasiado bien cómo hacerse con un auditorio inquieto que sospechaba las calamidades, encuentra un expediente oratorio que nuestros políticos le envidiarán; dice: “Hermanos, tengo dos noticias que anunciaros; una mala y otra buena. Comencemos por la mala: este año no tendréis para comer más que m…; y ahora la buena: como compensación, habrá para todo el mundo”.
[N.B. La mayoría de los fotográfos cuyos trabajos ilustran el texto han colaborado o colaboran con la Agencia Magnum; si quieres echar un vistazo a sus obras, métete AQUÍ]

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