viernes, 19 de septiembre de 2008

RAROS. Ernest de Gengenbach (1903-1973) o el Vampiro Surrealista

Je n’ai trouvé aucune solution, aucun détour, aucun pragmatisme acceptable. Il me reste la foi au Christ, les cigarettes, et les disques de jazz qui me passionnent – Tea for two, Yearning-, il me reste surtout le surréalisme.






Se llamaba Ernest de Gengenbach o Jen Genbach, o incluso, ocasionalmente, Jehan Sylvius, y era un cura enardecido y de fe oscilante. Había nacido en los Vosgos, una zona geográfica de identidad también incierta, con el siglo veinte recién estrenado. Muy joven se había aupado a la condición de abad de los jesuitas de la ciudad de París y también a edad muy temprana se vio arrastrado por la pasión de un amor prohibido, que además tuvo un final desgraciado y algo chusco. La cosa fue más o menos así: Gengenbach, que había caído rendido por los encantos de una actriz del Odéon, solicitó la indulgencia de sus superiores eclesiásticos. No hubo tal, como es lógico, y el abad se vio obligado a elegir entre los hábitos y su amada. Se quedó con esta última, claro está, y aquí viene el lado cómico del asunto: su amiguita resultó ser una fetichista, que no lo encontraba atractivo más que embutido en sus oscuras ropas de clérigo. El lado trágico está en que Gengenbach no supo ver la faceta irónica de la situación y decidió suicidarse. Si Dios no lo remediaba, acabaría sus días enredado entre las plantas subacuáticas del lago de Gérardmer.

No está claro si hubo finalmente mediación divina o no, pero lo cierto es que el antiguo abad fue rescatado de las aguas por la más insospechada de las intervenciones. Rechazado por la Iglesia, en cuyo seno se había educado, y por la actriz del Odéon, cuyos senos también se le negaban, Gengenbach dio por casualidad con un número de la Révolution surréaliste. Y tuvo lugar entonces una segunda iluminación. De inmediato escribe a Breton, Sumo Pontífice de la Iglesia suprarrealista, para comunicarle su entusiasmo y la intención de dedicarse en cuerpo y alma a la nueva fe. La fascinación resulta ser mutua. A Breton le encanta el espíritu de blasfema provocación que muestra el ex abad y, en abril de 1927, lo presenta en la sala Adyar ante la sociedad parisina. A partir de entonces y hasta comienzos de la década siguiente, Jen Genbach se convierte en uno de los ejemplares más chocantes de la grey surrealista. Y eso que no faltaban allí los bichos raros.

Durante los últimos compases de los felices años veinte a Gengenbach puede, en efecto, encontrársele en los cafés y bistrós que frecuentan los surrealistas. En el Dôme o en la Rotonde, por ejemplo, el cura repudiado está siempre rodeado de mujeres de reputación más que dudosa. Para lo ocasión y por ganas de provocar ha recuperado su sotana, cuyo ojal adorna ahora con un clavel perennemente fresco. En una carta a Breton se justifica: lleva el uniforme eclesiástico “por capricho, porque tengo roto mi traje de chaqueta”. Pero parece que además ha aprendido la lección y añade: “también encuentro en él una cierta comodidad para emprender aventuras amorosas sádicas con las americanas que, por las noches, me llevan al Bois [de Boulogne]”. Así que el antiguo jesuita bebe, folla y se entrega a todos los excesos; en poco tiempo, se ha convertido en un surrealista pleno. Y sin embargo, no ha abandonado su fe en Cristo. Lleva una vida escabrosa, es cierto, e incluso convive con una artista rusa, pero a la vez y regularmente, busca el reposo espiritual en la Abadía de Solesmes, a la que va varias veces por año para “mudar las plumas”, como él mismo dice.

Este extraño maridaje entre catolicismo y surrealismo dura tres o cuatro años. En ese tiempo, Gengenbach no sólo representa su papel de perverso sacerdote escapado de una novela de Bataille, sino que él mismo produce algunos textos construidos conforme a los patrones establecidos por Breton en su conocido Manifiesto. Satan à Paris, Judas ou le vampire surréaliste o La Papesse du diable, que escribe a cuatro manos con Pierre Renaud y publica bajo el seudónimo de Jehan Sylvius, son todos ellos trabajos realizados en su época de militancia surrealista. Pero también este compromiso va a terminar pronto y mal. Con el cambio de década cambia también el sentido de las pasiones del jesuita, que donde antes había encontrado salvadores e iluminados, ahora no halla sino endemoniados y energúmenos. Breton –afirma Gengenbach- es la última encarnación de Lucifer y su cohorte surrealista no es más que una avanzada de demonios encarnados. El exorcismo –se lamenta, por otro lado- es un lejano recuerdo de la Edad Media y, en cualquier caso, de nada serviría contra el surrealismo. “Ningún argumento de teólogo –concluye en Surréalisme et Christianisme- convencerá a un surrealista; sólo el amor de una santa, apasionadamente deseado, podría transformar su alma”.




La Papesa del Diablo (1931)

Fragmento


“Pío XIII se había sentado de nuevo en su butaca. Con los codos apoyados en la mesa, la cabeza erguida reposando entre las manos, parecía observar con atención algo que se destacaba sobre la pared del fondo.

- Ahí, ahí –dijo-. Veo el desarrollo de acontecimientos muy cercanos. El Viejo Mundo se derrumba, brota la sangre, se acumulan las ruinas. La desolación reina por doquier y Ella aparece montando un caballo blanco. Una estrella caída marca su frente; en su mano derecha sostiene un gran sable de color rojo y, en su mano izquierda, una antorcha que despide pálidos resplandores. Va vestida de verde, con la cabeza ornada con una diadema de oro en la que despuntan dos grandes cuernos. Con los pies enfilados en estribos hechos de tibias humanas, se mantiene erguida sobre su caballo blanco, que pisotea con sus rojos cascos cadáveres destripados. El Espíritu del Maldito planea sobre ella y la cubre de sombríos rayos. Las hordas la siguen aullando. Los caballeros alzan picas en las cuales se ensartan cabezas cortadas empapadas en sangre. La antorcha quema todo a su paso, en tanto su espada abre, en las masas de carne, una brecha sangrienta. Y, finalmente, las poblaciones se prosternan ante ella.

Pío XIII, con los ojos en blanco, tendió los brazos hacia la visión.

- Mirad, mirad –dijo- ¿No la veis? Tras ella, a su paso, reina su maestro, sarcástico y odioso.

El cardenal Secretario de Estado, inmóvil, miraba ora al Soberano Pontífice ora el muro, que para él permanecía en blanco.

El Papa se había dejado caer sobre la mesa ante el pequeño crucifijo. Gritó:

- Señor, Señor… ¿Acaso no vendrá tu reino?

Fue entonces cuando resonó en la estancia una risa ronca que también el cardenal pudo oír.

Pío XIII se levantó y, asiendo el brazo del Secretario de Estado, dijo con voz suave y repentinamente resignada:

- ¡La Papesa del Diablo! Es ella, ya viene…”


-ANTES EN RAROS.

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