« Celui qui ne sait pas rire, ne doit pas
être pris au sérieux. »
Philippe Sollers
Topor:
el azar y la necesidad
Es
curioso cómo el azar –qué cabrón- acaba convirtiéndose en destino. Dejen que
les cuente, las cosas –creo- fueron más o menos así. En 2014, Juan Jiménez
García tuvo la ocurrencia de publicar en Détour una reseña sobre un
libro de relatos que yo, por mi parte, había tenido la impertinencia no solo de
escribir sino también de dejar que publicasen. El libro en cuestión se titulaba
Convertiré a los niños en asesinos y a Juan le parecía que apestaba a
Topor por los cuatro costados, tesis elogiosa que, por supuesto, él razonaba y
justificaba muy sabiamente. A lo que parece, la semejanza radicaba sobre todo
en el trato que ambos dispensábamos a nuestros personajes y en el modo que
teníamos de sazonar sus desabridas existencias: auténtica gastronomía caníbal, en
resumidas cuentas. ¿Roland Topor? ¡Pero qué demonios!
Tres años y tres libros después, Juan
y yo deambulamos por los alrededores del mercado de Mosén Sorell, en el corazón
mismo del barrio valenciano de El Carmen. Por fin caro et sanguis,
después de tanto tiempo existiendo solo como fantasmas digitales. Estamos en
invierno, ya ha anochecido y por las callejas del casco antiguo circula un
viento que es más escocés que levantino, otro intruso en la ciudad: se diría
que hasta el edificio del mercado tiene algo de castillo gótico en miniatura.
El espectro de Topor también nos acompaña, como es natural. “Oye, ¿pero de
verdad habías leído a Topor o eran solo cosas mías?”, me pregunta. “Pues claro
que lo había leído, ¡por quién me tomas! Lo leí por primera vez siendo
adolescente. Todavía conservo mi vieja edición de Acostarse con la reina
(Anagrama, 1982) para demostrarlo”. Pero también es cierto que lo tenía un
tanto olvidado y que, desde luego, no lo tenía presente cuando escribí Los
niños asesinos. O al menos no conscientemente presente. “Tú eres el
culpable de que haya vuelto a Topor –le acuso-. O de que el fantasma de Topor
haya vuelto a nosotros, no sé”. Luego le recuerdo una anécdota que sin duda él
ya conocía, pero calla como si no:
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