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martes, 14 de mayo de 2019

VOCES. Un recuerdo de Topor - Fernando Arrabal (2015)




Extraño a Topor cada vez más…:

Topor fue fiel a sus nueve prometidas y a sus nueve obras de teatro. No sabía mentir. Ese era, en su opinión, su mayor defecto. 

-          - ¿Qué haces en Roma [Juvenal], tú que no sabes mentir?

… ¡una prometida era tan inteligente y tan comunista! Con la cabeza de Hegel y los sueños de Tysson. Era una criatura tan alegre y masculina. Topor afirmaba que ella era capaz de soportar su presencia, de bromear, de largarle discursos de mujer fatal o de camionero con el mono. Topor escribió una obra

 …una prometida amaba el deporte. Se metía en la bañera mientras él la escuchaba sentado en el bidé, olvidando la guerra, ¡olvidándolo todo! Topor no estaba muy lejos del Edén o de un tanque, por más que la idea de competición, incluso de competición deportiva, le pareciera indecente. Topor escribió una obra

…una prometida estaba fascinada por Lacan, Freud y el psicoanálisis. A veces, ella y él tumbados en la cama, casi dichosos, él la escuchaba como si la recibiera en morse. Era obscena. Vertiginosamente, como una marimacho. Topor escribió una obra

…una prometida tenía cuerpo de buzo y corría con los pies descalzos por el pasillo de su apartamento. La primera noche, antes de agarrar su polla como un hombre, le dijo por dos veces: “solo la gente estúpida se aferra a una idea sin cambiar jamás”. Ella pensaba en su separación desde el primer momento. No había conocido más que una señal de tráfico: “cuidado con el amor”. Topor escribió una obra

sábado, 24 de febrero de 2018

ROLAND TOPOR: La carcajada como arte marcial





« Celui qui ne sait pas rire, ne doit pas être pris au sérieux. »
Philippe Sollers


Topor: el azar y la necesidad


Es curioso cómo el azar –qué cabrón- acaba convirtiéndose en destino. Dejen que les cuente, las cosas –creo- fueron más o menos así. En 2014, Juan Jiménez García tuvo la ocurrencia de publicar en Détour una reseña sobre un libro de relatos que yo, por mi parte, había tenido la impertinencia no solo de escribir sino también de dejar que publicasen. El libro en cuestión se titulaba Convertiré a los niños en asesinos y a Juan le parecía que apestaba a Topor por los cuatro costados, tesis elogiosa que, por supuesto, él razonaba y justificaba muy sabiamente. A lo que parece, la semejanza radicaba sobre todo en el trato que ambos dispensábamos a nuestros personajes y en el modo que teníamos de sazonar sus desabridas existencias: auténtica gastronomía caníbal, en resumidas cuentas. ¿Roland Topor? ¡Pero qué demonios!

            Tres años y tres libros después, Juan y yo deambulamos por los alrededores del mercado de Mosén Sorell, en el corazón mismo del barrio valenciano de El Carmen. Por fin caro et sanguis, después de tanto tiempo existiendo solo como fantasmas digitales. Estamos en invierno, ya ha anochecido y por las callejas del casco antiguo circula un viento que es más escocés que levantino, otro intruso en la ciudad: se diría que hasta el edificio del mercado tiene algo de castillo gótico en miniatura. El espectro de Topor también nos acompaña, como es natural. “Oye, ¿pero de verdad habías leído a Topor o eran solo cosas mías?”, me pregunta. “Pues claro que lo había leído, ¡por quién me tomas! Lo leí por primera vez siendo adolescente. Todavía conservo mi vieja edición de Acostarse con la reina (Anagrama, 1982) para demostrarlo”. Pero también es cierto que lo tenía un tanto olvidado y que, desde luego, no lo tenía presente cuando escribí Los niños asesinos. O al menos no conscientemente presente. “Tú eres el culpable de que haya vuelto a Topor –le acuso-. O de que el fantasma de Topor haya vuelto a nosotros, no sé”. Luego le recuerdo una anécdota que sin duda él ya conocía, pero calla como si no:

http://detour.es/paisajes/diego-luis-sanroman-roland-topor.htm

jueves, 28 de diciembre de 2017

Stalingrado - Roland Topor (1989)





Poco después de la guerra mi madre recibió una carta desde Moscú de su hermana, uno de los pocos miembros de la familia que había sobrevivido al exterminio nazi: “Mi hijo Choura era piloto de caza. Murió en Stalingrado. Me he enterado de que en París hay una estación de metro que se llama Stalingrado. Te pido que, si por casualidad pasas por allí, tengas un recuerdo para Choura”.

            Mi madre nos leyó la carta. Se nos hizo un nudo en la garganta. Debo decir que mi hermana y yo pasábamos cuatro veces al día precisamente por Stalingrado. Para ir y venir del instituto. Durante los días siguientes adoptábamos un gesto grave dos estaciones antes de llegar a Stalingrado. Pero cuando el tren se detenía, era más fuerte que nosotros y el ataque de risa hacía que nos dobláramos por la mitad. Y eso que hacíamos esfuerzos desesperados por mantenernos serios. Nada que hacer. La risa acababa siempre por imponerse. Una risa formidable, inextinguible, que nos dejaba rotos, con el estómago dolorido y el rubor de la vergüenza en la cara.

-         ¡Eso no está bien, de verdad! –protestaba mi hermana- ¡El pobre Choura!
-         ¡Pero si has empezado tú!
-         ¡Ah, no! ¡Has sido tú!

Vano esfuerzo. Hasta el día de hoy, cada vez que pasamos por Stalingrado, ya sea solos o juntos, no podemos evitar reírnos. Pero ya no me da vergüenza. Mi tía se ha salido con la suya: pensamos en Choura.  





Relato de Roland Topor incluido en el libro Les Combles parisiens (Botanique/Librairie Séguier, 1989) y leído por el autor en “Topor intime”, programa emitido póstumamente en France Culture el 14 de febrero de 1998. Traducción de Diego Luis Sanromán.

martes, 17 de noviembre de 2009

FICCIONES. Puré de Cabeza de Jefe - Roland Topor (1970)



Se le hace una pequeña visita al jefe a finales de año, justo antes de las fiestas de Navidad, y se le mata como a un cerdo, es decir, que se toma la precaución de dejarle desangrarse durante un tiempo para que su carne quede bien blanca. Una vez que la cabeza se ha cortado de tajo, se la deja chorrear. Después, se mete en agua hirviendo durante media hora aproximadamente. Al cabo de este tiempo se retira, se saca del agua hirviendo y se introduce en agua fría para refrescarla. Es sorprendente cómo la cabeza del jefe ha cambiado ya en ese momento. Su pelo se ha vuelto blanco y su mirada, aunque sigue siendo maliciosa, tiene cierto aire soñador. No es más que el principio, continuemos el ejercicio. Se arranca la mandíbula hasta el ojo, se deshuesa la cabeza, teniendo cuidado de unir las carnes para que no pierdan su forma. Una vez terminada la operación, se frota la cabeza con champú, y se envuelve en un paño atado con un cordel.

Para cocerla, se diluyen tres cucharas de harina en agua, se añade un ramo de flores, un trozo de mantequilla, sal, pimienta. Se introduce la cabeza en el preparado, se hierve quitando la espuma de vez en cuando; después se retira y se deja caer en una cubeta de una altura de 1,5 m. aproximadamente llena de puré, para que no pase frío en las orejas. Es un plato monumental que hay que reservar para las grandes reuniones familiares.

La Cocina Caníbal, Tropo Editores, Zaragoza, 2008. Traducción de Rebeca Le Rumeur.