Recuerdo que Dennis Cooper decía que jamás podría escribir nada sobre Robert Bresson porque lo admiraba demasiado. Lo descomunal de su obra y de su figura tenía literalmente el poder de enmudecerlo. A mí me pasa algo similar con David Lynch.
Recuerdo que Georges Perec
escribió un libro que se titulaba Je me souviens, y que en una nota
insertada al principio reconocía que tanto el título como la forma de ese libro
los había tomado en préstamo de Joe Brainard -entre artistas se dice así: uno
“toma en préstamo” u “homenajea”, no “roba”, y mucho menos “plagia”-, que a su
vez había publicado pocos años antes otra obra titulada I remember.
Recuerdo que, hace un rato, mientras pensaba cómo sortear el problema del
enmudecimiento ante el ídolo, he sentido gran alivio al acordarme de Brainard y
de Perec. Los oulipianos como Perec sabían bien que las trabas que nos
imponemos para guiar la escritura son el mejor antídoto contra los bloqueos y
el horror al vacío de la página en blanco.
Recuerdo la primera vez que vi Terciopelo azul en el cine. Esa sala, como tantas otras, ya no existe.
Recuerdo que hace algunos años, más o menos una década, me invitaron a participar en una velada literaria sobre lo insólito con otros tres escritores. La organizadora, que sabía de mis querencias lyncheanas, me propuso hablar de Cabeza borradora, el primer largometraje de Lynch. “¿Qué es Eraserhead?”, era la pregunta a la que debía dar respuesta. Yo construí un breve alegato contra la interpretación en clave simbólica de la película y exhorté al público a dejarse llevar por el misterio.
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