Life’s an elevator
It goes up and down
Life’s an elevator
Can’t you dig the sound?
Marc Bolan (1976)
6
¿Cómo se titulaba aquella película en la que el asesino se queda atrapado en un ascensor? El tipo, un veterano de no sé qué guerra, está seguro de que ha ejecutado el crimen perfecto, pero al poco tiempo de abandonar la escena del asesinato se da cuenta de que ha tenido un descuido. Regresa para enmendar su error, toma el ascensor y de repente el ascensor se detiene y se queda a oscuras. El ascensor es el ascensor del edificio de oficinas en el que trabaja y la víctima, su jefe. Un magnate del petróleo o de la construcción. Algo así. Un bicho asqueroso. Cuando el edificio cesa su actividad, el bedel de la empresa corta el suministro eléctrico y eso es lo que explica que el ascensor se detenga entre dos pisos y que el asesino no pueda salir de la trampa en la que él mismo se ha encerrado. El veterano de guerra, por cierto, está liado con la mujer del magnate, mucho más viejo que ella.
Desde que adaptamos el ascensor de la comunidad a la nueva normativa, el aparato ya ha sufrido tres o cuatro averías. Es como si el cambio no le hubiera sentado bien y le hubiera alterado el carácter. Cuando está enfurruñado, se niega sencillamente a moverse. Pero si le da la ventolera, te embarca en un viaje con parada en cada una de las siete plantas del edificio. Arriba y abajo, arriba y abajo, una y otra vez. Hasta que al final se cansa y le da por pararse en un piso que no es al que tú ibas en un principio. La nueva normativa, nos dijeron, debía significar una mejora en la seguridad y el bienestar de los usuarios del ascensor.
En fin, son cosas que uno oye en conversaciones entre vecinos escuchadas a medias en el portal, porque lo cierto es que yo todavía no he sufrido ningún percance con el ascensor.
Pero sí me he dado cuenta de algo. Antes el ascensor hacía sus viajes sin escalas. Salías del punto A y llegabas sin interrupciones al punto B. Si había algún vecino aguardando en el rellano, tenía que esperar a que hubieras llegado al final de tu trayecto para que el ascensor le obedeciera al pulsar el botón de llamada. Mientras no hubieras llegado a destino, el otro no podía subir a bordo. Ahora el ascensor obedece automáticamente a cualquiera que pulse el botón desde fuera, de modo que, queriendo subir, puede que alguien te haga bajar, o que, de camino al garaje, te lleven hasta el último piso del edificio y acabes dándote de bruces con el perrazo del vecino del séptimo, que por supuesto no esperaba encontrarse a nadie allí dentro. La nueva normativa ha introducido un elemento de azar en nuestras vidas que a mí no me gusta nada.
Ayer oí, por ejemplo, que hace un par de días el hijo adolescente de una familia del quinto, ese chico tan amanerado, se había quedado atrapado durante varias horas dentro del ascensor. Cuando lo sacaron, su nivel de dióxido de carbono en sangre estaba por los suelos y presentaba todos los síntomas de la hiperventilación. Taquicardia, vértigo, sensación de ahogo. Al parecer, el ataque de pánico no fue a más porque el chico estuvo todo el tiempo en comunicación con su madre, que lo calmaba a través del teléfono móvil. Supongo que los móviles resultan útiles en situaciones así. Yo, sin embargo, sigo considerándolos una de las peores aberraciones de la tecnología moderna.
“¿Qué te llevarías a una isla desierta?” es la pregunta típica. Pero creo que deberíamos cambiarla. Al fin y al cabo, no creo que quede ya ninguna isla desierta sobre la faz de la tierra. Lo que sí hay son ciudades cada vez más grandes. Y en las ciudades, edificios cada vez más altos. Y en todos los edificios, un ascensor o varios. Así que ahora la pregunta quizá debería ser “¿Qué te gustaría tener contigo si te quedaras atrapado en un ascensor?”. Imagina que, como el protagonista de aquella película, te pasaras encerrado toda una noche en la estrecha cabina de un ascensor. A solas. Sin teléfono móvil. ¿Qué harías? ¿Cómo llenarías el tiempo?
No sé por qué, pero creo que en una situación así lo primero que yo haría sería quitarme los zapatos y los calcetines, meter los calcetines dentro de los zapatos, acomodarlos en un rincón y finalmente sentarme en el suelo. Después haría inventario del contenido de mis bolsillos. Y luego tal vez me dedicaría a poner orden en la cartera. Algo que nunca he hecho. Ya está vieja y raída, y con los años he ido engordándola con mil tarjetas y papelillos absurdos que guardaba con vistas a un uso futuro que jamás llegó. La verdad es que nunca los he sacado del lugar que les asigné en aquel primer momento y que nunca me han servido para nada. Ahora tal vez podrían servir como estímulo para el recuerdo. Como una especie de diario de viajes en miniatura. Estoy seguro de que tendría entretenimiento para muchas horas.
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