Ya puedes leer el tercer número de la revista Cósmica Calavera, que incluye el relato que abre mi último libro de cuentos: Pornmutaciones.
Acariciar pelo muerto me tranquiliza, barrer me
tranquiliza. Me calma. Me gusta el ruido del roce de los pelos del
cepillo contra las baldosas. Los cepillos también tienen pelo, pero las
fregonas tienen trenzas como los negros jamaicanos. A los pelos de los
cepillos, e incluso de los cepillos para el pelo, me parece que les
llaman cerdas. Cerda, guarra, más que guarra. Mientras barro me canto
canciones dentro de la cabeza. Canciones de cuando era niña. Dentro de
la cabeza nadie me oye, por eso prefiero vivir dentro de mi cabeza.
Dentro de mi cabeza me canto: así barría, así, así, y otras cosas sobre
una niña que no podía jugar porque siempre estaba muy muy atareada. Con
las cerdas del cepillo voy marcando el ritmo. Con los pelos. Y es como
si tocase la guitarra.
Es temprano. A primera hora, los días de diario, no suele venir mucha
gente. Pero ya me he ocupado de una clienta madrugadora. Una señora
mayor que viene cada dos semanas más o menos y de la que todavía no me
he aprendido el nombre. Soy olvidadiza, me cuesta hacerme con los
nombres, así que para no pasar vergüenza evito dirigirme a los clientes
habituales por su nombre de pila. Digo señor o señora y ya está. Luego
los invito a acomodarse. A-co-mo-dar-se. Es una palabra que me gusta,
con empaque. Como de salón de belleza de la zona alta. Acomódese usted
aquí, por favor.
[Música extradiegética: Krzysztof
Penderecki, Polymorphia na 48
instrumentów smyczkowych. (Muy queda, casi imperceptible)]
ELLA: ¡Quédate aquí! ¡No salgas del coche!
Él: Creo que lo has reventado…
ELLA: Por eso. No salgas. Ya voy yo. Seguro que está todo lleno
de sangre.
ÉL: Ya no me impresiona tanto la sangre… Bueno, eso creo…
Antes sí. Antes, de chaval, de adolescente, bastaba con que me sangrara un poco
la nariz para que me desplomara. Pero ahora…
ELLA: Ahora igual, así que mejor no salgas.
[…]
ÉL (alzando la voz): ¿Y bien? ¿Qué tal todo por ahí?
ELLA (alzando la voz): ¿De verdad quieres que te lo cuente?
No es un espectáculo precisamente agradable, eso te lo aseguro.
ÉL: ¿Por qué no lo echas a la cuneta y continuamos viaje? Al
coche no le ha pasado nada, ¿no?
ELLA: El coche parece que está bien. Tiene una abolladura,
pequeñita, sin importancia, en el lado del conductor. Y el cristal del faro del
mismo lado se ha roto un poco, pero la luz sigue funcionando.
ÉL: Ya lo veo. Ya te veo. Pareces la chica de la curva con
esa luz. Estás guapa y fantasmal…
ELLA: Tú, sin embargo, eres solo tiniebla… Eso sí. Todo el
morro del coche está hecho un cristo de sangre. Todo chorreando…
ÉL: ¿Y entonces?
ELLA: ¿Y entonces qué?
ÉL: ¿Qué pasa por ahí afuera? ¿Seguimos? Al final nos van a
dar las luces del alba. (Canturrea:) “Mi alma, mi cuerpo, mi voz, no sirven de
nada”.
ELLA: No seas gilipollas. Esto es serio.
ÉL: ¿Tan serio?
ELLA: ¿Quieres que te cuente? No me gustaría que te me
desmayaras ahora. Necesito que me sigas cantando para que no me duerma durante
el viaje, mientras conduzco.
ÉL: ¿Quién se hace la graciosilla ahora?
ELLA: No va a ser tan fácil…
ÉL: ¿Eh?
ELLA: Es grande, no sé lo que es… Tú entiendes más de perros
que yo. Puede que sea un mastín o algo así…
ÉL: ¿Quieres que te ayude?
ELLA: ¡No seas bobo! ¡He dicho que te quedes en el coche! ¡No
salgas! Es grande y tiene toda la cabeza reventada, hecha puré…
ÉL: ¡Joder! El golpe no parecía para tanto…
ELLA: Pues sí… La cabeza hecha pulpa… Todos los sesos están
desparramados por el asfalto… Si no eres muy escrupuloso, hasta resulta bonito…
Está convulsionando, tiembla… No sé si todavía estará vivo… ¿Se pueden tener
convulsiones cuando ya estás muerto?
ÉL: ¡Mecago’n la puta! ¡Me estás asustando! ¿Quieres que salga?
ELLA: ¡Quieto ahí! Tranquilo… Cántame otra canción, anda… Lo
difícil va a ser desengancharlo del coche… Tiene los intestinos enredados entre
el parachoques y la rejilla del ventilador… No sé si se llama así: “rejilla del
ventilador”…
ÉL: […]
ELLA: Voy a tardar un poquito…
[…]
ÉL: Me estaba acordando de nuestra conversación sobre el
porno del otro día… Pero sigue mirando al frente, no vayamos a tener otro
percance… ¿Te acuerdas de mi amigo Andrés?
ELLA: Creo que no conozco a ningún Andrés. Por lo menos, a
ningún Andrés que sea amigo tuyo.
ÉL: Has hablado un par de veces con él, pero es igual…
ELLA: Vale, ¿qué pasa con tu amigo Andrés?
ÉL: Que no puede ver una peli porno sin ponerse a llorar, te
lo juro. Bueno, al menos el me jura que es así…
ELLA: […]
ÉL: Dice
que las encuentra insoportablemente tiernas.
ELLA: Pero ¿le ponen cachondo?
ÉL: Bueno, sí. Parece que ahí no está el problema. Se pajea
como cualquier hijo de vecino, pero mientras le está dando al fuelle se le caen
unos lagrimones como globos aerostáticos. Dice que cuando se corre le entra un
llorera que despierta a todo el vecindario. ¿Te lo imaginas? Berreando de gusto
y deshaciéndose en lágrimas a la vez…
ELLA: No me extraña que sea colega tuyo. Sois tal para cual.
[La música se va desvaneciendo lentamente]
ELLA: ¿Sabes una cosa?
ÉL: ¿Qué?
ELLA: Era mentira. Lo del mastín… Era mentira.
ÉL: […]
ELLA: Era un zorro. Y estaba muerto, pero entero. Reventado,
pero íntegro. Un crimen muy pulcro, como a ti te gusta.
Poco
después de la guerra mi madre recibió una carta desde Moscú de su hermana, uno
de los pocos miembros de la familia que había sobrevivido al exterminio nazi:
“Mi hijo Choura era piloto de caza. Murió en Stalingrado. Me he enterado de que
en París hay una estación de metro que se llama Stalingrado. Te pido que, si
por casualidad pasas por allí, tengas un recuerdo para Choura”.
Mi madre nos leyó la carta. Se nos
hizo un nudo en la garganta. Debo decir que mi hermana y yo pasábamos cuatro
veces al día precisamente por Stalingrado. Para ir y venir del instituto.
Durante los días siguientes adoptábamos un gesto grave dos estaciones antes de
llegar a Stalingrado. Pero cuando el tren se detenía, era más fuerte que
nosotros y el ataque de risa hacía que nos dobláramos por la mitad. Y eso que
hacíamos esfuerzos desesperados por mantenernos serios. Nada que hacer. La risa
acababa siempre por imponerse. Una risa formidable, inextinguible, que nos
dejaba rotos, con el estómago dolorido y el rubor de la vergüenza en la cara.
-¡Eso no está bien, de verdad!
–protestaba mi hermana- ¡El pobre Choura!
-¡Pero si has empezado tú!
-¡Ah, no! ¡Has sido tú!
Vano esfuerzo. Hasta el día de hoy, cada vez que pasamos
por Stalingrado, ya sea solos o juntos, no podemos evitar reírnos. Pero ya no
me da vergüenza. Mi tía se ha salido con la suya: pensamos en Choura.
Relato
de Roland Topor incluido en el libro Les Combles parisiens (Botanique/Librairie
Séguier, 1989) y leído por el autor en “Topor intime”, programa emitido
póstumamente en France Culture el 14 de febrero de 1998. Traducción de Diego
Luis Sanromán.