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VI. Lo que son efectivamente los comunistas y lo que debe hacerse con ellos.
“Los príncipes […] hallaron muchas veces más fidelidad y más provecho en los hombres que al principio de su reinado les eran sospechosos, que en aquellos en quienes al empezar ponían toda su confianza. Me limitaré, pues, a decir que si los hombres que al comienzo de un reinado se mostraron enemigos del príncipe no son capaces de mantenerse en su posición sin apoyos, aquél podrá ganarlos fácilmente, y, después, tanto más obligados se verán a servirle con fidelidad cuanto más comprendan lo necesario que les es borrar con sus acciones la siniestra opinión que el soberano se había formado de ellos. Y sacará mayor provecho de estos tales que de aquellos otros que, sirviéndoles con tranquilidad en interés de sí mismos, descuidan el del príncipe forzosamente”.
Maquiavelo, El Príncipe
LLEGADOS A ESTE PUNTO del presente escrito pseudonímico, no han de faltar gentes que, en el transcurso de su lectura, hayan reconocido, tras buena parte de las argumentaciones precedentes, nuestra mano. No quisiéramos que, leyendo lo que sigue, dichos lectores se retractasen de su opinión, pues si han adivinado de quién emana lo que se ha expuesto hasta aquí, lo que vendrá no está sino aparentemente en contradicción con nuestras posturas anteriores, y por lo demás se encontraba ya anunciado en el prefacio de este panfleto. Si bien es cierto que en los últimos años, por no decir meses, no hemos dejado de pronunciar y repetir sobre la “cuestión comunista” el celebre nondum matura est [están demasiado verdes] de la zorra de Fedro, en el presente es necesario precisar que la zorra tenía entonces sus razones para hablar de tal suerte, del mismo modo que hoy en día hay otras para hablar de forma diferente en todas los aspectos. En verdad que no se trata en modo alguno de un cambio subjetivo por nuestra parte, sino más bien de la posibilidad objetivamente sobrevenida de un cambio útil y necesario, que nosotros nos hemos encargado –en compañía de otros no menos cualificados- de preparar, y ya desde los tiempos en los que aún nos parecía conveniente señalar sus desventajas. No existe nada en el mundo que no tenga su momento decisivo, y la obra maestra de la buena conducta, singularmente en política, consiste en reconocer y apresar dicho momento.
Establecido lo anterior como premisa, no diremos ninguna novedad al tratar una cuestión que tampoco es nueva; sino lo que es necesario y lo que se ha convertido en urgente. Lo que resultará nuevo para aquellos que tuvieron la ocasión de conocernos en el pasado será solamente nuestra disposición actual con respecto a los comunistas, la cual, por otra parte, trasparecía en los capítulos precedentes. Ha llegado la hora en la que es a la vez necesario y posible rechazar una gran parte de los defectos de nuestra nación: la astucia que conviene a la situación presente consiste en pasarse sin ella, y lo prudente, en este caso, es no tener demasiada prudencia. En una situación semejante, es más importante poner atención en no fallar ese tiro que disparar excelentemente cien en otras tantas direcciones, pues “ni la estación ni el tiempo esperan por nadie” [Baltasar Gracián].
Ya se acabaron, por cierto, los tiempos de los juegos de prestidigitación verbal en los cuales nuestros trapecistas políticos se medían en “convergencia paralela” con los comunistas, ofreciéndoles lo que se llamaba “estrategia de la atención”, antecámara de una postergación indefinida del “compromiso histórico”; y que el Presidente del Consejo, el honorable Moro, definía, con las precauciones que le obligaban a andar con pies de plomo, como “una especie de encuentro a mitad de camino, una cosa nueva, que sea y al mismo tiempo no sea un relevo en los roles de la mayoría y de la oposición, el perfilamiento de una diversidad que no consista en un cambio en las fuerzas de dirección, sino en la adición modificante del componente comunista a otros componentes”. Combien de bruit pour une omelette!
Nadie, entre todos esos leaders políticos que desde hacía meses se regodeaban en el “compromiso histórico” para mejor conjurarlo, nadie ha dicho la principal y más simple verdad sobre la cuestión: que el “compromiso histórico” es un compromiso en el verdadero sentido del término únicamente para los comunistas y en absoluto para nosotros; para nosotros el acuerdo con los comunistas no tiene siquiera un carácter “histórico” –a menos que se quiera llamar histórica a toda acción táctica que se pueda considerar necesaria para hacer trabajar a quien no quiere trabajar-. Mas en este caso y a falta de acuerdo, ¿cuántas “cargas históricas” deberá realizar nuestra policía delante de las fábricas? ¿Y con qué resultados? Incluso el ex ministro de Trabajo, el socialista Bertoldo, considerado por un hombre de derechas, Domenico Bartola, como “un sutil intérprete de la dialéctica hegeliana”, lo ha dicho mejor que nadie y de una vez por todas: “Hay que decidir si uno quiere gobernar con los sindicatos o con los carabineros”.
“Los príncipes […] hallaron muchas veces más fidelidad y más provecho en los hombres que al principio de su reinado les eran sospechosos, que en aquellos en quienes al empezar ponían toda su confianza. Me limitaré, pues, a decir que si los hombres que al comienzo de un reinado se mostraron enemigos del príncipe no son capaces de mantenerse en su posición sin apoyos, aquél podrá ganarlos fácilmente, y, después, tanto más obligados se verán a servirle con fidelidad cuanto más comprendan lo necesario que les es borrar con sus acciones la siniestra opinión que el soberano se había formado de ellos. Y sacará mayor provecho de estos tales que de aquellos otros que, sirviéndoles con tranquilidad en interés de sí mismos, descuidan el del príncipe forzosamente”.
Maquiavelo, El Príncipe
LLEGADOS A ESTE PUNTO del presente escrito pseudonímico, no han de faltar gentes que, en el transcurso de su lectura, hayan reconocido, tras buena parte de las argumentaciones precedentes, nuestra mano. No quisiéramos que, leyendo lo que sigue, dichos lectores se retractasen de su opinión, pues si han adivinado de quién emana lo que se ha expuesto hasta aquí, lo que vendrá no está sino aparentemente en contradicción con nuestras posturas anteriores, y por lo demás se encontraba ya anunciado en el prefacio de este panfleto. Si bien es cierto que en los últimos años, por no decir meses, no hemos dejado de pronunciar y repetir sobre la “cuestión comunista” el celebre nondum matura est [están demasiado verdes] de la zorra de Fedro, en el presente es necesario precisar que la zorra tenía entonces sus razones para hablar de tal suerte, del mismo modo que hoy en día hay otras para hablar de forma diferente en todas los aspectos. En verdad que no se trata en modo alguno de un cambio subjetivo por nuestra parte, sino más bien de la posibilidad objetivamente sobrevenida de un cambio útil y necesario, que nosotros nos hemos encargado –en compañía de otros no menos cualificados- de preparar, y ya desde los tiempos en los que aún nos parecía conveniente señalar sus desventajas. No existe nada en el mundo que no tenga su momento decisivo, y la obra maestra de la buena conducta, singularmente en política, consiste en reconocer y apresar dicho momento.
Establecido lo anterior como premisa, no diremos ninguna novedad al tratar una cuestión que tampoco es nueva; sino lo que es necesario y lo que se ha convertido en urgente. Lo que resultará nuevo para aquellos que tuvieron la ocasión de conocernos en el pasado será solamente nuestra disposición actual con respecto a los comunistas, la cual, por otra parte, trasparecía en los capítulos precedentes. Ha llegado la hora en la que es a la vez necesario y posible rechazar una gran parte de los defectos de nuestra nación: la astucia que conviene a la situación presente consiste en pasarse sin ella, y lo prudente, en este caso, es no tener demasiada prudencia. En una situación semejante, es más importante poner atención en no fallar ese tiro que disparar excelentemente cien en otras tantas direcciones, pues “ni la estación ni el tiempo esperan por nadie” [Baltasar Gracián].
Ya se acabaron, por cierto, los tiempos de los juegos de prestidigitación verbal en los cuales nuestros trapecistas políticos se medían en “convergencia paralela” con los comunistas, ofreciéndoles lo que se llamaba “estrategia de la atención”, antecámara de una postergación indefinida del “compromiso histórico”; y que el Presidente del Consejo, el honorable Moro, definía, con las precauciones que le obligaban a andar con pies de plomo, como “una especie de encuentro a mitad de camino, una cosa nueva, que sea y al mismo tiempo no sea un relevo en los roles de la mayoría y de la oposición, el perfilamiento de una diversidad que no consista en un cambio en las fuerzas de dirección, sino en la adición modificante del componente comunista a otros componentes”. Combien de bruit pour une omelette!
Nadie, entre todos esos leaders políticos que desde hacía meses se regodeaban en el “compromiso histórico” para mejor conjurarlo, nadie ha dicho la principal y más simple verdad sobre la cuestión: que el “compromiso histórico” es un compromiso en el verdadero sentido del término únicamente para los comunistas y en absoluto para nosotros; para nosotros el acuerdo con los comunistas no tiene siquiera un carácter “histórico” –a menos que se quiera llamar histórica a toda acción táctica que se pueda considerar necesaria para hacer trabajar a quien no quiere trabajar-. Mas en este caso y a falta de acuerdo, ¿cuántas “cargas históricas” deberá realizar nuestra policía delante de las fábricas? ¿Y con qué resultados? Incluso el ex ministro de Trabajo, el socialista Bertoldo, considerado por un hombre de derechas, Domenico Bartola, como “un sutil intérprete de la dialéctica hegeliana”, lo ha dicho mejor que nadie y de una vez por todas: “Hay que decidir si uno quiere gobernar con los sindicatos o con los carabineros”.
Porque ahí se encuentra el fondo de la cuestión, que es tan política como económica, ya que, si a lo largo de los últimos años hubiésemos podido disponer de tres veces menos de carabineros, pero de tres veces más de sindicalistas, habríamos ganado mucho con el cambio. Alberto Ronchey, que es de lejos el mejor editorialista italiano, ha escrito recientemente que el más grande problema económico es a partir de ahora convencer a las gentes para que trabajen, y tiene razón. En el presente ya no es posible dejarse ir, esperando todo el tiempo que los obreros retrasarán “todavía un instante” la revuelta que están incubando, o que nuestra industria recuperará su aliento y su vigor aunque en nuestras fábricas reine la anarquía reivindicativa, y todo esto mientras Italia derriba, uno tras otro, a unos gobiernos que duran apenas unos meses; gobiernos, por otro lado, constante y únicamente comprometidos con la titánica empresa de mantenerse en el poder un poquito más de lo que creerían posible, aplazando todas las cuestiones, incluidas las menores, porque ellas bastarían para hacerlos caer.
¿Y quiénes, mejor que los comunistas, pueden imponer hoy al país un período de convalecencia durante el cual los obreros deberán cesar la lucha y retornar al trabajo? ¿Quién mejor que un ministro del Interior como Giorgio Amendola podría extirpar la delincuencia extendida a todos los niveles y hacer callar a los agitadores utilizando métodos buenos… o menos buenos? Hace falta emprender una labor gubernamental a largo plazo, y para ello necesitamos un gobierno sólido y resuelto: no aceptar hoy en día un “compromiso” como el que se discute aquí significa, en realidad, para nosotros, comprometer fatalmente incluso la existencia del día de mañana. Recordemos que la neutralidad en un asunto semejante es hija de la irresolución y que “li principi mal resoluti, per fuggire e’ presenti periculi, seguono el più delle volte questa via neutrale, et el più delle volte rovinano” [Los príncipes irresolutos que quieren evitar los peligros del momento retrasan a menudo el rompimiento de su neutralidad, pero también a menudo caminan hacia su ruina. Maquiavelo, El Príncipe]. Por no querer ver el peligro real, se finge sentir como un peligro el acuerdo con el PCI, y al final se huye de los dos.
*
Los espíritus timoratos encontrarán tal vez en nuestras palabras, incluso si se ven obligados a admitir su justeza y utilidad en todo lo demás, el ligero defecto de que, justamente, parecen no tomarse en serio el peligro que podría representar más tarde tener un partido comunista en el corazón del poder político en un estadio de la crisis en el que nuestros mandos se ven incapaces de hacer que los obreros sigan trabajando. Quis custodiat custodes ipsos? [¿Quién guarda a los guardianes?]
Responderemos que la objeción es infundada y el miedo, mal consejero. Para empezar, jamás se debe tener temor de peligros futuros e hipotéticos cuando uno se muere a causa de un peligro presente y cierto; y, por otro lado, nunca debe arriesgarse toda la fortuna sin haber puesto en juego todas las fuerzas. Puesto que la fuerza actual del Partido Comunista y de los sindicatos ya está a nuestro servicio y resulta ser nuestro principal apoyo desde el otoño de 1969, y puesto que, sin embargo, sus efectos han sido hasta ahora más que insuficientes para invertir el proceso, es indudable que nos interesa galvanizar con toda urgencia dicha fuerza, ofreciéndole el punto de apoyo central por excelencia en la sociedad; es decir, introduciéndola en el centro del poder estatal.
Por otro lado, los supuestos peligros futuros de tal participación comunista en el gobierno, dichos peligros –decimos- no existen más que en la propia esfera de esas ilusiones sobre la tendencia revolucionaria que, en nuestra sociedad, constituiría el Partido Comunista; ilusiones artificialmente extendidas en una época ya concluida, y en la que resultaban útiles a la defensa de un mundo que hoy, con los tiempos ya cambiados, debe ser defendido con el concurso de esos mismos comunistas. Sólo nuestros actuales hombres de gobierno, que aspiran, a pesar de su desgraciada bancarrota, a autonomizar su propia existencia de simples delegados de la sociedad italiana en su administración estatal, pretenden todavía tomar por un dato real del razonamiento estratégico lo que –esa supuesta tendencia revolucionaria del PCI- no ha sido nunca más que un “artículo de exportación” ideológica cuyo destinatario era el pueblo. Y por eso caen estos dirigentes agotados; lo que de hecho desean, cuando se aferran a su vieja especialización, cuando una modernización necesaria impone su “reciclaje”, no es ni siquiera prolongar, con el fin de satisfacer sus propios y limitados intereses, la existencia aparente del oficio que saben ejercer, sino más bien el de aquel que no han sabido desempeñar nunca.
No ha de temerse al Caballo de Troya más que cuando son los aqueos los que están dentro. El Partido Comunista ha tenido que vender, e incluso sigue vendiendo, una panoplia determinada para disfrazarse de enemigo de nuestra Ciudad, pero no es tal enemigo; tampoco lo dirige Ulises. El comunista italiano se asemeja más bien a aquel carpintero con máscara de león de El Sueño de una Noche de Verano, que debe dejar que se le vea “la mitad del rostro a través de la melena leonina” y que debe decir a los espectadores: “Debo suplicarles que no teman, que no tiemblen; respondo con mi vida de la vuestra. Si pensaseis que he venido como un auténtico león, resultaría nefasto para mi existencia. No, no soy nada semejante…”
Y precisamente porque osamos admitir que los obreros italianos, que han declarado su ofensiva de guerra social, son nuestros enemigos, sabemos que el Partido Comunista es nuestro apoyo. Ya no se puede seguir tranquilizando al país pretendiendo lo contrario, pues hemos llegado a la hora de la verdad, al momento en el que ya no sirven las mentiras, sólo la fuerza.
Cuando, en años pasados, teníamos ocasión de hablar de los comunistas con Raffaele Mattioli, jamás le oímos decir que les encontraba algo de inquietante, y muchas veces le escuchamos repetir la misma conclusión: “Son de lo más valiente”. Cuando Togliatti, un año antes de morir, le envió su último libro, Mattioli nos mostró, a la vez halagado y divertido, la dedicatoria en la famosa tinta azul turquesa del líder comunista, que los imbéciles temían y que nosotros apreciamos: “Al Amigo, etc., con el solo pesar de no poder llamarlo Camarada”, si mal no recordamos. ¿Quién sabe si Raffaele Mattioli, de estar aún entre nosotros, no habría a su vez enviado una dedicatoria por ejemplo de la siguiente especie: “Al camarada Amendola, con la esperanza de poder llamarlo pronto Excelencia…”?
Sea como fuere, no nos dejemos llevar al olvido de que nuestra mayoría parlamentaria se regula, desde hace mucho tiempo ya, con la oposición comunista, y que la oposición comunista se opone a las mismas cosas a las que se opone la mayoría; y que, sin embargo, toda la vida política del país se encuentra como paralizada ante la pesadilla que, para los demo-cristianos, parece ser la idea de ceder a los comunistas algunos ministerios. Hasta fechas recientes, dicha actitud democristiana encontraba su justificación semirracional en la necesidad de mantener el monopolio del poder para continuar ocultando la manera en que tal poder había sido gestionado y ciertos hechos particulares tan escandalosos que, de haber sido conocidos, habrían conducido a la disgregación inmediata del partido; pero ahora que esos hechos, poco a poco, se van haciendo conocidos por todo el país, aquella última justificación se ha vuelto caduca. Y es la disgregación de Italia lo que se trata de evitar, si ello es posible.
Por lo demás, planteamos aquí la cuestión: ¿cuál es la alternativa de la cual el “compromiso histórico” es uno de los términos? El otro término se presenta del siguiente modo: se llegará, más o menos deprisa, a una situación en la cual ni los comunistas, ni los sindicatos, ni las fuerzas del orden ni los servicios secretos podrán mantener a los obreros al borde de una insurrección general de la que es difícil prever todas las consecuencias. Si en la mejor de las hipótesis –y nosotros no vemos más que dos-, dicha insurrección no se transforma en una guerra civil pura y simple; es decir, si los comunistas logran, en un segundo tiempo, hacerse con las riendas, poniendo cara de participar en ella para luego apoderarse de su dirección, resulta evidente que será Berlinguer quien haya de poner las condiciones y que, en una situación semejante, no estará dispuesto a compartir con nosotros el gobierno; sino que, más bien, con el impulso del movimiento insurreccional, los comunistas se harán con el Estado en nombre de los trabajadores, a quienes convocarán para defenderlo. Y si, por el contrario, como nos parece más probable, la credibilidad del Partido Comunista entre los obreros se encuentra totalmente agotada cuando estalle la insurrección, lo que resulta de lo más previsible, de suerte que la acción comunista de “recuperación” en las propias filas del partido de los insurgentes se revele inútil o imposible, entonces la guerra civil ya no será evitable y el partido comunista, amputado de su base, que se unirá forzosamente a los revolucionarios, ya no nos será de ninguna utilidad. He aquí las dos variantes que forman una alternativa con el “compromiso histórico”; tertium non datur [el tercero está excluido].
¿Qué se habrá hecho, ante tales acontecimientos, de la Alianza Atlántica, ya ahora en crisis? ¿Y del Pacto de Varsovia, que ya se mostró impotente frente a la insurrección obrera de Stettin y Dantzig? Entonces, en la tragedia que vendrá después y que se representará en un teatro de guerra no menos vasto que la crisis actual, ya no nos quedará más que repetir, a guisa de inútil mea culpa, los versos del Agamenón de Esquilo:
“¿Dónde, dónde pues se oculta el Derecho? La Razón
desespera de sus poderes,
la inteligencia aletargada, cuyos prontos recursos
se han extinguido, da palos de ciego.
Nuestro reino está en peligro,
el desastre se aproxima:
¿Adónde puedo dirigirme?”
En suma, nuestra opinión actual sobre la “cuestión comunista” puede resumirse en una frase: no hagamos una cuestión de lo que ya no lo es, mientras que las verdaderas cuestiones y los problemas reales no esperan a las decisiones del senador Fanfani, ese utilium tardus provisor [velador tardío de lo útil] para agravarse irremediablemente. Giovanni Agnelli, que, entre nuestros hombres de poder, sea tal vez el único que pueda vanagloriarse de poseer la inteligencia más arraigada en la realidad de nuestra época, llega abiertamente en el presente al mismo análisis que nosotros; y sobre la mayor parte de las conclusiones, a pesar de ciertas divergencias de detalle, nuestros puntos de vista convergen. Y para no decir nada de los compromisos privados, nos contentaremos con recordar al lector una de sus declaraciones públicas: “Si nuestra enfermedad es casi mortal –decía Agnelli a comienzos de este año-, nos es lícito pensar que el Partido Comunista ha comprendido la necesidad de hacer un buen uso de ella para que nos salvemos todos juntos. Para que el odio de clase no llegue a apoderarse del mundo y dividirlo en dos partidos: los enragés en la calle y los demás en sus búnkeres con sus guardias personales...” No se podría decir mejor.
*
Concluyamos, en fin. Con la ayuda del Partido Comunista en el poder, o bien logramos salvar nuestro dominio o bien no lo conseguimos. Si lo logramos, despediremos a nuestros criados comunistas junto con una gran parte del actual personal político con la mayor facilidad. Los propios comunistas lo admiten ya manifiestamente como uno de los términos de su contrato de empleo; y nosotros sabemos desde Heráclito que “a todo lo que repta sobre la tierra se lo gobierna a palos”. Y si no lo conseguimos, ya nada importará; pues todos admitirán que sería la peor de las discusiones bizantinas, en el momento en que el Turco esté sobre la muralla, la que tratase de determinar qué trofeos se habrían adjudicado en el circo los Verdes y los Azules en un mundo que ya se habrá derrumbado.
Las imágenes que ilustran el texto son obra del artista ruso ALEXANDER KOSOLAPOV. Si quieres saber algo más sobre él, pulsa
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