El oscurantismo de lo nuevo - Mario Perniola
Se sabe que el gran escritor japonés Mori Ogai tradujo al japonés el Manifiesto del Futurismo de Marinetti, publicado en el periódico francés Le Figaro el 20 de febrero de 1909, pocas semanas después de su aparición. Menos conocido es, sin embargo, que en su versión utilizó raros caracteres chinos ya entonces caídos en desuso. De forma más o menos inconsciente, Ogai se atuvo a la estrategia de modernización adoptada por Japón en 1868, conforme a la cual ésta debía producirse a través de una yuxtaposición entre lo nuevo y lo viejo, sin que los dos términos opuestos entraran jamás en conflicto. Paradójicamente, un texto extremadamente iconoclasta y subversivo, que anticipa el estilo espectacular y violento de la publicidad y de la comunicación massmediática actual, quedaba transformado en algo cuya comprensión requería el conocimiento del pasado.
Este curioso episodio es muy significativo para nosotros, pues nos induce a reflexionar sobre la tendencia autodestructiva y devastadora asumida por la mentalidad occidental cuando comenzó a creer que lo nuevo es, por definición, mejor que lo viejo. Tal convicción, que hunde sus raíces en el Barroco y en su exaltación de lo maravilloso como precepto estético primario, encontró su culminación en el siglo XX, que fue el siglo futurista por excelencia. En un momento en el que la mayor parte del mundo se encuentra frente a la necesidad de modernizarse para no ser colonizado una vez más por Occidente, merece la pena poner en duda el prejuicio futurista según el cual la novedad, sólo porque lo es, resulta a priori superior a lo ya conocido y experimentado. No se trata, desde luego, de propugnar el tradicionalismo y el pasatismo, sino tan sólo de preguntarse cómo la versión perversa de la modernidad y del progreso, defendida por Marinetti con “violencia arrolladora e incendiaria” (según las palabras de su Manifiesto) pudo convertirse en hegemónica, relegando al baúl de las antiguallas y las reliquias no sólo el saber, sino incluso la coherencia y la lógica.
Conviene subrayar que esta degeneración no es, en absoluto, una consecuencia del pensamiento moderno. El Renacimiento fue, en todas sus manifestaciones, un retorno a la cultura antigua y de su concepción del mundo. También la Reforma se configuró como un retorno a las fuentes de la religiosidad. En cuanto a las revoluciones político-sociales por excelencia, la americana y la francesa, se iniciaron como restauraciones del “antiguo orden de cosas” contra los abusos del gobierno colonial inglés y contra el despotismo de la monarquía francesa. Marx exhortaba a no considerar a Hegel como un “perro muerto” y el psicoanálisis se basaba en los mitos de la antigua Grecia. Incluso Guy Debord, que pasa por ser uno de los más radicales inspiradores de la rebelión estudiantil del sesenta y ocho, se empapó de cultura clásica y jamás, ni en su vida ni en sus escritos, renegó del “gran estilo” de los antiguos y del impulsor de la Fronda, el cardenal de Retz.
El futurismo fue una forma de oscurantismo en su más alto grado de agresividad, que contagió durante todo el siglo XX a todos los movimientos de masas y extravió a no pocos líderes políticos. Yo diría que su herencia se manifiesta hoy, sobre todo, en la anti-política del “¡Qué-os-jodan!”, que constituye un fenómeno muy diferente del populismo, el cualunquismo o el multitudinismo, y que conecta más con la burbuja futurista que deriva del uso aberrante de Internet que con cualquier tipo de ideología. Frente al neo-futurismo de los “cabreados en pijama”, todavía resulta preferible el no future del movimiento punk.
Este curioso episodio es muy significativo para nosotros, pues nos induce a reflexionar sobre la tendencia autodestructiva y devastadora asumida por la mentalidad occidental cuando comenzó a creer que lo nuevo es, por definición, mejor que lo viejo. Tal convicción, que hunde sus raíces en el Barroco y en su exaltación de lo maravilloso como precepto estético primario, encontró su culminación en el siglo XX, que fue el siglo futurista por excelencia. En un momento en el que la mayor parte del mundo se encuentra frente a la necesidad de modernizarse para no ser colonizado una vez más por Occidente, merece la pena poner en duda el prejuicio futurista según el cual la novedad, sólo porque lo es, resulta a priori superior a lo ya conocido y experimentado. No se trata, desde luego, de propugnar el tradicionalismo y el pasatismo, sino tan sólo de preguntarse cómo la versión perversa de la modernidad y del progreso, defendida por Marinetti con “violencia arrolladora e incendiaria” (según las palabras de su Manifiesto) pudo convertirse en hegemónica, relegando al baúl de las antiguallas y las reliquias no sólo el saber, sino incluso la coherencia y la lógica.
Conviene subrayar que esta degeneración no es, en absoluto, una consecuencia del pensamiento moderno. El Renacimiento fue, en todas sus manifestaciones, un retorno a la cultura antigua y de su concepción del mundo. También la Reforma se configuró como un retorno a las fuentes de la religiosidad. En cuanto a las revoluciones político-sociales por excelencia, la americana y la francesa, se iniciaron como restauraciones del “antiguo orden de cosas” contra los abusos del gobierno colonial inglés y contra el despotismo de la monarquía francesa. Marx exhortaba a no considerar a Hegel como un “perro muerto” y el psicoanálisis se basaba en los mitos de la antigua Grecia. Incluso Guy Debord, que pasa por ser uno de los más radicales inspiradores de la rebelión estudiantil del sesenta y ocho, se empapó de cultura clásica y jamás, ni en su vida ni en sus escritos, renegó del “gran estilo” de los antiguos y del impulsor de la Fronda, el cardenal de Retz.
El futurismo fue una forma de oscurantismo en su más alto grado de agresividad, que contagió durante todo el siglo XX a todos los movimientos de masas y extravió a no pocos líderes políticos. Yo diría que su herencia se manifiesta hoy, sobre todo, en la anti-política del “¡Qué-os-jodan!”, que constituye un fenómeno muy diferente del populismo, el cualunquismo o el multitudinismo, y que conecta más con la burbuja futurista que deriva del uso aberrante de Internet que con cualquier tipo de ideología. Frente al neo-futurismo de los “cabreados en pijama”, todavía resulta preferible el no future del movimiento punk.
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