Lautréamont es una ausencia, un hueco, un agujero negro en el que se pierde la palabra literaria atraída por la densidad de su afrenta. Pero no lo es sólo por la condición fantasmal del autor, ese falso conde, ese l’autre inaprensible y huidizo, sino porque –según se dice una y otra vez- hasta su obra escaparía al decir razonable de la crítica y el comentario al uso. El único acercamiento posible a los Cantos – porque el resto de su escasa producción literaria es otro cantar- sería de tipo negativo, en el sentido en el que antaño otros se veían condenados a ejercitar la teología negativa habida cuenta del carácter inefable del Altísimo. Son muchos los que solemnemente han declarado lo inabarcable del texto de Lautréamont y han invitado, con la mayor de las coherencias, al silencio ante el enigma. Y, sin embargo, dicha declaración va seguida por lo general de unas cuantas decenas de páginas, sino más. Blanchot, por ejemplo, señala en su por otro lado delicioso estudio que la palabra crítica “cuanto más se realiza, se desarrolla y se afirma, más debe desaparecer; hasta que al final se rompe”. Pleynet se interroga: “¿Qué significa un libro que no se presta a interpretaciones? ¿Qué lectura podemos hacer de un texto que desalienta toda tentativa de extensión o reducción a uno cualquiera de sus significados?”. Manuel Serrat, parafraseando al Heidegger que se enfrentaba a la obra de Hölderlin, afirma en fin que “cualquier prosa, cualquier estudio tiene que considerarse superfluo ante la pura afirmación del poema”. Queda tan sólo, pues, dar vueltas en torno al vórtice, y siempre desde el exterior, sabedores de que aproximarnos a su centro equivaldría a perdernos.
Según esto, la obra de Lautréamont pertenecería al orden de lo sagrado, es decir, de ese mismo orden que nos convoca para aniquilarnos. De lo que no estoy del todo seguro es de si Ducasse no estallaría en una tronante carcajada de tiburón al saberse objeto de veneración tan elevada. Porque hay en Lautréamont un punto de subversión irónica y gamberra que todo lo corroe, incluso la bienintencionada pretensión de integrarlo en cualesquiera partidos subversivos. La obra del conde es también –y acaso sobre todo- un juego perverso, la intención lúdica de llevar el lenguaje hasta sus límites extremos y luego reventarlos a pedradas. Como hacen los chavales con las farolas. Por eso me gusta lo que dice Le Clézio en su prefacio a las obras completas de Lautréamont-Ducasse, aunque a ratos se ponga un poco -¿cómo decir?- ‘lacaniano’. Si los Cantos van contra la literatura –viene más o menos a afirmar- es porque son algo así como preterliteratura o literatura primordial, algo que precede a la palabra literaria, se le enfrenta y, en cierto modo, la invalida y descompone. Es “el poema de un colegial” –apunta-; “el orden establecido, el lenguaje adulto, la moral, todo eso está muy lejos, fuera del alcance de la mano. Y el libro, en cada uno de sus gritos, queda como un ideal que no ha podido cumplirse, que quizá ni siquiera ha sido contemplado”. Y al final: “la historia de la literatura debería ser la historia de la vida humana. Los Cantos de Maldoror serían entonces el primer texto, la cicatriz visible de ese pasaje desde el universo mudo al universo dotado de palabra”. De ahí que no puedan buscarse sus antecedentes en la tradición literaria occidental, sino como mucho –y caso de que queramos prestarnos al ejercicio- en las narraciones orales de ciertas culturas alejadas del espacio europeo. Le Clézio, por su parte, se refiere a los yoruba y a los ibo.
Pero acaso ya hemos escrito demasiado. Dejemos que nos cuenten otros. Y, después de todo, el propio Lautréamont.
BREVE SEMBLANZA BIOGRÁFICA DEL FANTASMAL SEÑOR DUCASSE
Je ne laisserais pas de mémoires
Isidore Ducasse, futuro conde de Lautréamont, nace el 4 de abril de 1846 en Montevideo, ciudad en la que su padre desempeña labores diplomáticas. A finales de la década siguiente cruza el Atlántico y se matricula en el Liceo Imperial de Tarbes. Allí pasa desde los trece hasta los dieciséis años. Entre 1864 y 1865 sigue los cursos de retórica y filosofía en el Liceo de Pau. Con 21 años se embarca en el Harrick, que parte de Burdeos con destino Montevideo. Un año después, el conde de Lautréamont recorre las calles de París. Aparece el primero de los Cantos de Maldoror con tan sólo tres asteriscos como firma. En la primavera del 69, Ducasse entrega al editor Lacroix el manuscrito completo de la obra, que nunca llegará a las librerías. “Sólo unos pocos ejemplares –recuerda Serrat- serán encuadernados y entregados al autor”. Lautréamont se evapora después del fiasco; Ducasse, su doble, aún tiene ocasión de publicar un par de volúmenes de poesía antes de su muerte el 24 de noviembre de 1870. En su acta de defunción se dice:
Según esto, la obra de Lautréamont pertenecería al orden de lo sagrado, es decir, de ese mismo orden que nos convoca para aniquilarnos. De lo que no estoy del todo seguro es de si Ducasse no estallaría en una tronante carcajada de tiburón al saberse objeto de veneración tan elevada. Porque hay en Lautréamont un punto de subversión irónica y gamberra que todo lo corroe, incluso la bienintencionada pretensión de integrarlo en cualesquiera partidos subversivos. La obra del conde es también –y acaso sobre todo- un juego perverso, la intención lúdica de llevar el lenguaje hasta sus límites extremos y luego reventarlos a pedradas. Como hacen los chavales con las farolas. Por eso me gusta lo que dice Le Clézio en su prefacio a las obras completas de Lautréamont-Ducasse, aunque a ratos se ponga un poco -¿cómo decir?- ‘lacaniano’. Si los Cantos van contra la literatura –viene más o menos a afirmar- es porque son algo así como preterliteratura o literatura primordial, algo que precede a la palabra literaria, se le enfrenta y, en cierto modo, la invalida y descompone. Es “el poema de un colegial” –apunta-; “el orden establecido, el lenguaje adulto, la moral, todo eso está muy lejos, fuera del alcance de la mano. Y el libro, en cada uno de sus gritos, queda como un ideal que no ha podido cumplirse, que quizá ni siquiera ha sido contemplado”. Y al final: “la historia de la literatura debería ser la historia de la vida humana. Los Cantos de Maldoror serían entonces el primer texto, la cicatriz visible de ese pasaje desde el universo mudo al universo dotado de palabra”. De ahí que no puedan buscarse sus antecedentes en la tradición literaria occidental, sino como mucho –y caso de que queramos prestarnos al ejercicio- en las narraciones orales de ciertas culturas alejadas del espacio europeo. Le Clézio, por su parte, se refiere a los yoruba y a los ibo.
Pero acaso ya hemos escrito demasiado. Dejemos que nos cuenten otros. Y, después de todo, el propio Lautréamont.
BREVE SEMBLANZA BIOGRÁFICA DEL FANTASMAL SEÑOR DUCASSE
Je ne laisserais pas de mémoires
Isidore Ducasse, futuro conde de Lautréamont, nace el 4 de abril de 1846 en Montevideo, ciudad en la que su padre desempeña labores diplomáticas. A finales de la década siguiente cruza el Atlántico y se matricula en el Liceo Imperial de Tarbes. Allí pasa desde los trece hasta los dieciséis años. Entre 1864 y 1865 sigue los cursos de retórica y filosofía en el Liceo de Pau. Con 21 años se embarca en el Harrick, que parte de Burdeos con destino Montevideo. Un año después, el conde de Lautréamont recorre las calles de París. Aparece el primero de los Cantos de Maldoror con tan sólo tres asteriscos como firma. En la primavera del 69, Ducasse entrega al editor Lacroix el manuscrito completo de la obra, que nunca llegará a las librerías. “Sólo unos pocos ejemplares –recuerda Serrat- serán encuadernados y entregados al autor”. Lautréamont se evapora después del fiasco; Ducasse, su doble, aún tiene ocasión de publicar un par de volúmenes de poesía antes de su muerte el 24 de noviembre de 1870. En su acta de defunción se dice:
“Isidore Lucien Ducasse, hombre de letras, de 24 años de edad, nacido en Montevideo (América meridional), fallecido esta mañana, a las 8, en su domicilio de la calle del Faubourg-Montmartre, nº 7, sin más datos. El acta ha sido levantada en presencia del señor Jules François Dupuis, hotelero, calle del Faubourg-Montmartre, nº 7, y de Antoine Milleret, camarero, en idéntico domicilio, testigos que han firmado con nos, Louis Gustave Nast, adjunto del alcalde, tras haberlo leído y haber comprobado el fallecimiento ante la ley”.
Y a continuación:
- Lautréamont en boca de otros:
*Rubén Darío.
*André Breton.
*Julio Cortazar.
*Maurice Blanchot.
- Salvador Dalí: Maldoror ilustrado.
- Música: Maldoror según Current 93.
- Maldoror en el cine:
*CAROLINE KENNEDY – THE LAMP
*DUNCAN REEKIE – SHARK LUST
*KERRI SHARP - THE ERRORS OF EXISTENCE
*COLETTE ROUHIER - RELENTLES DREAM
*STEVEN EASTWOOD - THE SPECTATOR OF OUTRAGEOUS CONTORTION
- Textos de Ducasse-Lautréamont.
ANTES EN LA SECCIÓN VOCES.
4 comentarios:
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