
I
“Diecisiete dólares y el miedo a escribir”. Es sorprendente lo que una frase tan depurada, de la que se han eliminado todos aquellos elementos gramaticales que estorbaban a la expresión de lo esencial, puede llegar a contener (1). Más que una simple sentencia es un lema literario: lo dice todo con media docena de palabras. Es la síntesis, la concentración máxima de la temática y la poética de un autor magistral. Diecisiete pavos en el bolsillo son el indicio de su condición de paria del sueño americano, la marca del dago miserable, del wop que jamás dejará de serlo; nombra la infancia del hijo del albañil italiano en el frío Colorado, el trabajo en las conserveras y en los bares de la soleada California, el espejismo del éxito como escritor, etc. Y del otro lado de la conjunción, otro de los temas recurrentes –por no decir el tema fundamental- de la narrativa de John Fante: la imposibilidad de la escritura. La mayoría de los textos de Fante están narrados desde la posición de un yo literato que, de forma paradójica, se dedica a levantar acta de su incapacidad para escribir. Recuerdan un tanto al Münchausen que se tiraba de la coleta o al juego metaliterario al que se entregaba Lope con Violante: el libro se va haciendo mientras se nos narra su propia imposibilidad.
Puedo comprender, por otro lado, el entusiasmo con el que Bukowski recibió el regalo de la obra de Fante. Entiendo a la perfección el placer que produce el reconocimiento de una voz hermana, de alguien que es capaz de hacer música con lo que uno siempre hubiera deseado decir o escribir e incluso la identificación casi paranoide con el otro. “¡No me llames hijo de puta! –escribe Hank en el conocido prólogo a Pregúntale al polvo- ¡Yo soy Bandini, Arturo Bandini!”. Lo comprendo –digo- porque a mí debió de pasarme algo semejante con Bukowski cuando yo no era más que un adolescente. Era joven y bebía –como recuerda de sí mismo el propio Buk- y, aunque no pasaba hambre en absoluto, también quería ser escritor. En una ocasión, un amigo y yo asistimos al entrenamiento de un tercer amigo, aficionado al fútbol, que jugaba en un equipo de su barrio. Ya había anochecido e íbamos cargados de botellas. Cerveza y güiski, si mal no recuerdo. Cuando llegamos, nuestro colega ya estaba trotando por el terreno de juego. Llamamos su atención. Se aproximó, le pasamos una de las botellas, él le dio un tiento y siguió con el trote. Estuvimos así un buen rato. Nosotros bebiendo en la grada y el otro, dando brincos y patadas al balón. De vez en cuando, aprovechando la oscuridad y el despiste del entrenador, se acercaba para echarse uno al coleto. Al poco tiempo ya no era capaz de correr en línea recta. Cuando nos despedimos de él, las botellas estaban vacías y nosotros tan cocidos que apenas podíamos mantenernos en pie. Entonces, no sé por qué, me dio por gritar: “¡Viva Bukowski! ¡Viva Bukowski, cabrones!”. También el viejo Buk se había convertido en una suerte de dios para nosotros.
Pero, ay, está visto que con los años uno se vuelve descreído e iconoclasta, o acaso son los dioses a los que venerábamos antaño los que van perdiendo brillo y mostrando su reverso miserable y demasiado humano. Sea como fuere, hay que reconocer que es mucho lo que le debemos al viejo indecente. Y entre otras cosas, el habernos descubierto un pequeño parnaso de escritores imprescindibles, desde Saroyan a Céline, de Carson McCullers a Henry Miller, que se alejaban un tanto de la literatura escolar que por entonces nos tocaba sufrir y nos acercaban a un gusto literario del que ni siquiera sospechábamos la existencia. Fante ocupaba un lugar prominente en ese heterodoxo parnaso. De hecho, podría decirse que Fante fue el padre literario de Bukowski; ni Hemingway ni ninguno de los citados más arriba: Fante. El propio Hank lo reconoce en un tono más dramático en el prólogo al que vengo refiriéndome: “Fante fue para mí como un dios, pero yo sabía que a los dioses hay que dejarles en paz […]”. Inalcanzable como cualquier deidad, Fante se convierte a ojos de Hank en un modelo de perfección literaria e incluso –como también confesará en diversas ocasiones- vital. Que alguien tan dado a las fanfarronadas histriónicas y que se jactaba de poder noquear a Hemingway mientras se fumaba un puro barato reconociese semejante deuda significaba mucho. Me atrevería incluso a afirmar que Fante es todo aquello que Bukowski hubiera deseado ser como escritor y que no es seguro consiguiese lograr. Con una diferencia algo paradójica: Bukowski alcanzó la fama que Bandini tanto ansiaba. Tarde y marginal, pero la alcanzó. Fante, por el contrario, acabó ciego, desmembrado y jodido.

II
Entre la publicación de Dreams from Bunker Hill (1982) y la edición de Altar Boy (1932), su primer relato, en el American Mercury de Mecken pasaron exactamente cincuenta años. Cinco decenios en los que John Fante sólo dio a la estampa cinco novelas y un puñado de relatos breves, pues la otra mitad de sus textos literarios no llegaría a publicarse más que de manera póstuma. Ésta es la suerte que corrió precisamente The Road to Los Angeles, la primera novela de la tetralogía de Arturo Bandini, que Fante comenzó a escribir en 1932 y que no sería publicada hasta 1985, debido tal vez a que el argumento se consideraba demasiado atrevido para la época. En cualquier caso, habrá que estar eternamente agradecidos a Joyce Fante por haber encontrado esta pequeña joya entre los papeles de su marido. La novela es verdaderamente extraordinaria a pesar de –o quizás, gracias a- su aparente tosquedad. El ritmo narrativo es trepidante, marcado por las oscilaciones emocionales del narrador y con ciertas resonancias de la petite musique celiniana. Fante nos presenta aquí a un Arturo Bandini adolescente, pedante y redicho. Tan lleno de furia que Holden Caulfield parecería un candoroso gilipollas a su lado. Huérfano de padre, para contrarrestar la asfixiante beatería de las mujeres de la familia, lee a Nietzsche, a Schopenhauer, a Spengler, y se sirve de un lenguaje alambicado para marcar la diferencia con un medio que le resulta hostil. Proletario, vacila entre una orgullosa conciencia de clase y un desprecio visceral hacia los explotados y empobrecidos:
“De repente –reconoce Bandini- cambió la concepción que tenía de ellos. Qué idiotas eran. Se dejaban la piel trabajando. Con mujeres que alimentar, un enjambre de niños con la cara sucia, preocupaciones por la factura de la luz y la de la tienda de comestibles, qué lejos estaban ellos, qué distantes, desnudos bajo el sucio mono, con su necia cara mexicana picada de viruela, saturados de imbecilidad, viéndome volver, creyéndome loco, produciéndome escalofríos. Eran gargajos espesos y cachazudos, pegotes pringosos y abotargados, y en cierto modo como el pegamento, pegajosos, estancados, indefensos y sin esperanza, con los ojos tristes de los pobres y apaleados animales del campo”.
Bandini es, a pesar de todo, uno de ellos, y se ve obligado a trabajar cavando zanjas, de friegaplatos, como dependiente en un colmado y, finalmente, en una empresa conservera. Pero de todos los curros huye o lo echan. Como por casualidad se entera de la existencia del oficio de escritor. El posadero de una tasca le propone un día: “¿Por qué no escribes algo?” Y dicho y hecho: Arturo Bandini se convierte en escritor, en un obrero escritor, como anuncia con un punto de vanidad. Enseguida se arma de un lápiz y un cuaderno que exhibe ostentosamente ante sus compañeros de fatiga. El cuaderno se va llenando poco a poco de anotaciones, pero ¿cuántas son piezas originales producidas por el estro del joven autor? Ninguna, cero, niente; todo son citas de Nietzsche, de Shakespeare, de los realmente grandes. Comienza así la heroica singladura del escritor que no escribe.

“Fui un desastre en la Conservera Toyo –cuenta Molise-. Una vergüenza. No podía con el trabajo. Era demasiado pesado para mí. A los dieciocho años, en el último curso del instituto, pesaba setenta y cinco kilos, no era un individuo corpulento, pero sí fornido, un sujeto chaparro con buenos músculos y piernas recias, un defensa potente, un beisbolista rápido. En la conservera era otra historia. Aquellos filipinos delgados y nervudos, aquellos incansables mexicanos me dejaban en ridículo, me moría de vergüenza y me agotaba inútilmente”.
También vuelve a aparecer aquí el incidente de los cangrejos. Pero si en Camino de Los Ángeles es Arturo Bandini el que resulta victorioso, en La hermandad es el bueno de Henry Molise el que sale escaldado: no sólo los cangrejos lo acribillan con sus pinzas, sino que además es detenido por la policía y está a punto de perder su trabajo en la conservera. En el primer caso, los crustáceos son representación de una naturaleza contra la que el joven aprendiz de literato mide su nietzscheana voluntad de poder; en el segundo, se convierten en recurso de una pieza de slapstick que acentúa el patetismo de un personaje que no puede bajar la guardia y abandonarse a un ingenuo optimismo. Otro tanto ocurre con el episodio de la hormigonera en Full of Life (1955) y en 1933 Was a Bad Year (1985), y en algunos otros ejemplos con los que no cansaré al paciente y sufrido lector.
III

IV
“Escribir guiones –puede leerse en Mi perro Idiota- era más fácil y daba más dinero, ya que aquella subliteratura unidimensional sólo exigía del escritor que tuviera a los personajes en movimiento. La fórmula era siempre la misma: pelear y copular. Al terminar se lo dabas a otros, que lo hacían trizas para hacer una película con los restos.
[…] Si un guión no tenía éxito, se le podía echar la culpa a mucha gente, desde el director para abajo. Pero si fracasaba una novela, sólo sufría el autor”.
En Pregúntale al polvo, Fante vuelve a emplear la primera persona. El narrador es aquí un Arturo Bandini veinteañero que ha cambiado las blancas tierras de Colorado por la dorada California. La familia está lejos y él está solo, pero ya dispone de una minúscula carrera literaria a sus espaldas: J. C. Hackmuth (2), faro de la intelectualidad y árbitro del gusto de las letras americanas, ha publicado su cuento El perrito rió. Sin embargo, la pobreza, la duda y la impotencia acechan por todas partes. Bandini, “amigo de los hombres y las bestias por igual”, es un pobre diablo, aterrado ante las mujeres y ante la página en blanco, sus dos grandes obsesiones. Pero si hay una de las dos que se impone sobre la otra, ésa es sin duda la literatura. En cierto modo, el fallido romance con Camila se salva por su posible valor literario. O como escribe el propio Bandini: “De modo que así había muerto Camila y así iba a morir Arturo Bandini: no obstante, incluso en aquellos momentos lo estaba escribiendo todo, lo veía escrito en un folio puesto en una máquina de escribir, y mientras lo escribía me dejaba arrastrar por la arena áspera, o sea que estaba convencido de no vivir para contarlo. De pronto me vi con el agua hasta la cintura, cojo y demasiado lejos para hacer nada, bregando con la mente en blanco, con desesperación, tratando de tomar nota de todo, preocupado por el exceso de adjetivos”. Esto es, para quienes no hayan leído o no recuerden el texto: Bandini y su amada Camila están a punto de morir ahogados y la mayor preocupación del primero es el número excesivo de epítetos en un relato inexistente.
Ya sea como simple aspirante a literato, ya sea como novelista en formación, ya como autor aburguesado para el que la pobreza es ya poco más que materia literaria, quien habla en los textos de John Fante es, en efecto, el escritor. La última figura es la dominante en obras como Llenos de vida, en la que aparece un Fante perfectamente instalado: en una casa grande en Holywood, en su profesión de guionista, en su matrimonio. O en la extraordinaria La hermandad de la uva, en cuyas páginas finales el duelo por el padre muerto se enreda con la reflexión en torno a la capacidad salvífica de los libros: “Saqué el ejemplar, encuadernado en piel, de Los Hermanos Karamazov –dice Molise-. Lo palpé, pasé las páginas, lo estreché entre mis brazos, mi vida, mi alegría, mi sublime Dostoievski. Puede que lo hubiera traicionado en mis obras, pero no en mi devoción. Mi padre había desaparecido, pero Fiódor Mijáilovich estaría conmigo hasta el fin de mis días”.

(1) En Camino a Los Ángeles, la primera novela de la saga Bandini, aparece una frase que está emparentada con la anterior; en este caso, con sujeto, verbo y todo lo demás. Dice más o menos: “Bandini dijo: ‘Soy un obrero escritor’”. Y es una afirmación orgullosa, la de Bandini. Bien es verdad que, entonces, el personaje era un joven cargado de vigor nietzscheano.
(2) El tal Hackmuth es, sin duda, trasunto de H. L. Mencken, el primer editor de Fante y uno de sus guías intelectuales. Fante le dedicó su novela Llenos de vida. A finales de los años ochenta, la editorial Black Sparrow publicó la correspondencia entre ambos escritores: John Fante and H.L. Mencken: A Personal Correspondence, 1930-1952 (Los Ángeles, 1989).
Bibliografía de John Fante
Los textos de Fante resultan, en general, muy accesibles en su lengua original. Pero además los lectores hispanohablantes cuentan con las inmejorables traducciones de Antonio-Prometeo Moya para la editorial Anagrama.
Wait Until Spring, Bandini (1938). Existe versión en castellano.
Ask the Dust (1939). Existe versión en castellano.
Dago Red (1940)
Full of Life (1952). Existe versión en castellano.
The Brotherhood of the Grape (1977). Existe versión en castellano.
Dreams from Bunker Hill (1982). Existe versión en castellano.
The Wine of Youth: Selected Stories (1985)
1933 Was a Bad Year (1985). Existe versión en castellano.
Road to Los Angeles (1985). Existe versión en castellano.
West of Rome (1986). Existe versión en castellano.
Fante/Mencken: John Fante & H.L. Mencken: A Personal Correspondence, 1932-1950 (1989)
John Fante: Selected Letters, 1932-1981 (1991).
The Big Hunger: Stories, 1932-1959 (2000).
- Y A CONTINUACIÓN:
RICHARD COLLINS’ BIOGRAPHY.
FILMOGRAFÍA DE JOHN FANTE.
JOHN FANTE EN IMÁGENES (I).
JOHN FANTE EN IMÁGENES (II).
JOHN FANTE EN IMÁGENES (III).
MONAGUILLO (1932, PRIMER RELATO PUBLICADO POR FANTE. INÉDITO EN CASTELLANO).