Una “masa oceánica” llena el estadio. Un coro de niñas vestidas
de un blanco virginal entona el conocido himno fascista de Beniamino Gigli: “Giovinezza,
giovinezza, primavera di bellezza…”. Un grupo de Balillas y de Hijos
de la Loba brinca delante de la cámara. Reina un ambiente festivo, pero dentro
de un rígido orden militar. Desfiles, demostraciones atléticas, ¡saludo al
Duce! La voz del escritor Giorgio Bassani, en off, le pone el
contrapunto didáctico a las imágenes: “Esta es una película muy dramática. […]
Está destinada a las nuevas generaciones que han nacido en la libertad. […] La
Italia de hoy está preparada para contemplar su pasado, un mal que se llama
«fascismo». Este mal se cura conociéndolo, estudiándolo en el rostro, en los
gestos, en las palabras, del hombre que lo inventó. Tras esa fachada
propagandística, el espectador no ve hoy la realidad de entonces. La realidad
fue la destrucción física de muchos ciudadanos italianos y la crisis casi
mortal de nuestra cultura”.
Universidad
de Vincennes, París, 6 de diciembre de 1974. Ha pasado medio siglo desde la
Marcha sobre Roma, una guerra mundial, los campos de exterminio. Ha pasado Mayo
del 68. Vincennes es de hecho resultado de la ola de reformas que siguieron a
la pleamar de las revueltas de ese año, el efecto de un proceso de
“modernización” de la institución universitaria. Sus aulas y sus cátedras
acogen desde octubre del 68 a corrientes y disciplinas que hasta entonces
habían sido marginadas por la Academia, del psicoanálisis de corte lacaniano,
por ejemplo, a las distintas variantes del estructuralismo. Michel Foucault,
Helène Cixous, Gilles Deleuze, Jean-François Lyotard o Michel Serres se cuentan
o se han contado entre sus docentes. Vincennes es además un punto de encuentro
entre intelectuales radicales y jóvenes militantes de extrema izquierda, el
lugar en el que el posestructuralismo y el maoísmo a la francesa se dan la
mano. “Un laboratorio lúdico –según la expresión de Christophe Bourseiller- en
el que se reúnen todos los matices de la protesta”.
Maria Antonietta Macciocchi tiene entonces cincuenta y
dos años y una larga historia como militante comunista que se remonta a los
tiempos de la resistencia contra el fascismo. En 1971, tras retornar de un
viaje a China, Macciocchi había publicado un panegírico de más de quinientas
páginas en honor a la Revolución Cultural que le hizo caer en desgracia dentro del
PCI, pero suscitó el interés de los maoístas franceses. La revista Tel Quel
de Sollers y Kristeva enseguida la acoge en su equipo de redacción, y al año
siguiente es Vincennes la que la contrata como profesora de sociología
política. Durante el curso 1974-1975 Macciocchi pone en marcha un seminario al
que da el título de “Análisis del fascismo, de los orígenes a la actualidad”.
El programa es ambicioso, además de las conferencias de expertos en el tema,
además de los debates, Macciocchi tiene previsto todo un programa de
proyecciones que incluye títulos como El judío Süß, Metrópolis o Fascista, dirigida
por Nico Naldini y producida por su primo Pier Paolo Pasolini, que es la que
abre el ciclo. Macciocchi los ha invitado a ambos para que
presenten el filme y debatan con el público asistente. A Pasolini lo conoce
desde finales de los cincuenta, cuando propuso al poeta participar en Vie
Nuove, una revista también vinculada al PCI.
Terminado el pase de la película, la anfitriona le cede
la palabra a Naldini. El anfiteatro de la universidad, con un aforo para unas
dos mil personas, rebosa de gente. Hace un par de días que los chicos del Grupo
Foudre (Rayo) de Intervención Cultural, fundado ese mismo año, vienen
caldeando el ambiente. Altavoz en mano, no han dejado de llamar al sabotaje de
“la película fascista de Naldini”. Foudre está vinculado a la UCF(ml) de Alain
Badiou, también profesor en la universidad, y tiene como objetivo
autoproclamado “desestabilizar el nuevo uso de la historia del fascismo”. Esa
tarde de diciembre quieren hacerse oír. Naldini toma el micrófono, trata de
explicarse. La película está hecha a partir del material documental rescatado
del Instituto Luce y su objetivo es eminentemente pedagógico. Se trataría,
dice, de estudiar el “comportamiento dictatorial” a partir del estudio “del
hombre que reinventó el estilo de la dictadura moderna”. La película muestra
los efectos de la retórica fascista sobre las masas italianas utilizando el
material producido por los fascistas mismos. En cierto modo, “es un
autorretrato de Mussolini”. Desde una perspectiva psicoanalítica, continúa, también
saca a la luz la “libido hipernarcisista” del dictador. Y es entonces cuando
empiezan las risas, los abucheos, los aplausos irónicos. “¡Pasemos al debate!”,
se grita desde el público.
Jean-Pierre Faye interrumpe para leer un comunicado del
Comité de Apoyo a los Presos Españoles implicados en el proceso por el atentado
contra Carrero Blanco. Otra voz inicia después el debate, señalando que Fascista
de Naldini es, en efecto, una película de propaganda fascista. Enhebrar una
serie de documentos producidos por el aparato propagandístico mussoliniano no
tiene nada de neutral. Nunca se alude al contexto externo del régimen, añade, y
el comentario crítico brilla por su ausencia a lo largo de todo el metraje.
Otras críticas irán en el mismo sentido. Es una ingenuidad, apunta alguien,
pensar que “la película puede criticarse por sí misma”. Por lo demás, en el
filme subyace una concepción idealista, cuando no psicologista, de la historia.
Nikos Polulantzas, también presente, señala que un problema fundamental es que
la película no se plantea como un autorretrato de los fascistas, sino como un
“filme sobre el fascismo”. Queda clara la implantación del fascismo entre las
masas, pero habría que preguntarse “de qué masas estamos hablando”.
Cuando le llega el turno a Pasolini, el griterío arrecia.
Sobre los consabidos “¡Fascista, fascista!” se impone un coro que vocifera un
inexplicable “¡Pasolini, assassini!”. Es probable que algunos no hayan
olvidado su poema “Il PCI ai giovani!!”, publicado en pleno 68, donde
Pasolini afirmaba “simpatizar con los policías” y no con los rebeldes (“hijos
de papá”) del movimiento estudiantil. A duras penas, consigue finalmente
hablar. La intervención, no obstante, será breve. El tema de la película,
explica, es la relación de un jefe con su masa. Solo quien ha vivido
desde dentro la singularidad de la evolución histórica de la Italia
contemporánea, parece sugerir Pasolini, puede comprender cabalmente la película
de Naldini. En su opinión, todo el alboroto que se está montando obedece a un
malentendido, a una especie de ceguera que aqueja a un público compuesto
mayoritariamente por jóvenes franceses o procedentes del llamado “Tercer
Mundo”. Ello explica “su falta de interés por los individuos”, por esos rostros
venidos del pasado que –dice Pasolini- “no tienen nada que ver con los
italianos de hoy”. En ellos se dio una “adhesión espectacular” al fascismo, no
real. Cuando esos campesinos y trabajadores que aparecen en la película se
quitaron la camisa negra volvieron a ser los mismos que eran antes de la
dictadura mussoliniana. El peor fascismo vino después, concluye Pasolini. Los
treinta años de Democracia Cristiana han conseguido algo que el fascismo
histórico no consiguió: transformar en lo más profundo de su ser a los italianos.