“La vida es formidable. Hay que tener un cierto carácter, ser inteligente para escapar de toda esa impostura y observarla alegremente. Es decir, tomársela siempre a broma…”
Albert Cossery
Podría darle la vuelta al introito proustiano y decir: “Mucho tiempo he estado despertándome temprano”. Muy temprano, incluso. Y es en esa duermevela de las cuatro de la madrugada cuando se activa un extraño mecanismo. Yo lo imagino como una cajita negra que se nutre de un material misterioso y excreta imágenes, ideas, textos, a cada cual más delirante. A veces es alguna canción, y no de las buenas, la que ocupa mi mente, y así me paso canturreándola para mis adentros hasta que la del alba llega. Otras, es alguna palabra suelta, sin sentido ni motivo aparente, la que me revolotea por el interior y se pasa horas golpeándose contra las paredes del cráneo como una mosca extraviada.
Esta noche mi magín parece empeñado en enredar con el encuentro fortuito entre dos nombres, entre dos personajes. Ambos nacieron con el siglo XX. El uno es un viejo conocido; el otro, un descubrimiento tardío (¡pero qué descubrimiento!). Árabe de El Cairo, el primero; sefardita nacido en Constantinopla, el segundo. El egipcio amaba la vida; el judío la odiaba con un furor fanático. Los dos pasaron la mayor parte de sus días en la ciudad de París, lejos de sus países de origen, y ambos eran escritores. Pero mientras el primero solo escribía alguna frase por aquí y por allá cuando pensaba que tenía algo verdaderamente original que decir, el segundo se entregaba a la escritura con un rigor monacal durante seis horas al día, y al parecer todos los días del año. El primero llegó casi a centenario; el segundo apenas superó la cincuentena y le puso fin a la vida por su propia mano, como había prometido en tantas ocasiones. Compartían iniciales (A. C.), y puede que poco más, y me pregunto si no será esta coincidencia anodina la que ha hecho que vengan a juntarse a hora tan intempestiva en mi cabeza, siendo sin embargo tan contrarios. Lo que sigue es, pues, un intento de darle razón a mi sinrazón.
(Primera hipótesis: Caraco y Cossery, dos variantes del exilio).
Figura monstruosa por donde se la contemple. Sionista sin patria, gnóstico sin fe, ultrarreaccionario, “racista y colonialista”, como él mismo reconocía abiertamente. Casandra exacerbada que anunciaba la hecatombe venidera, porque la deseaba, y el exterminio de lo que él llamaba la “masa de perdición”, a la que aborrecía. El ser hijo de una estirpe de nómadas, de gentes sin patria, hogar ni tumba, que erraban por el mundo por ver si los hallaban, ignorantes -o fingiendo serlo- de su condición de indeseables allá donde fueran, situó a Caraco en una posición privilegiada para observar -como él mismo escribe- “la faz sombría de las naciones en el seno de las cuales vivía” y considerarla “más verdadera que su faz luminosa”.
Los Caraco pasaron por Praga, Berlín, Viena y París siguiendo su particular diáspora. La expansión del nacionalsocialismo los empujó a abandonar Europa y establecerse en América Latina. Allí el joven Albert adoptó la nacionalidad uruguaya, que le asqueaba tanto como cualquier otra. Cuando acabó la guerra, la familia regresó a París y se instaló en el número 34 de la calle Jean Giraudoux, donde la muerte les fue visitando por turnos: primero la madre, después el padre y finalmente el hijo, que se mató a las pocas horas de que hubiera fallecido el segundo. A un exilio, Caraco añadió otro, interior, más profundo, y decidió retirarse del mundo. “Mi vida de muerto viviente transcurre en el corazón de esta ciudad, envuelto por la más escandalosa ignorancia y por la ceguera más sistemática –escribe en Ma confession-. […] Deseo, para descanso de mi conciencia, que las tinieblas que me rodean no se disipen nunca, espero que, habiendo subsistido en el desconocimiento, moriré ignorado por aquellos a los que desprecio”. Encerrado en su cuarto, Caraco decidió llevar la vida –es un decir- de un monje, pero de un monje guerrero que le ha declarado la guerra a la humanidad, al universo, a la existencia misma. “Un hombre que no está en su lugar y cuyo valor no ha hallado el empleo que merece socava el orden de este mundo, y el Espíritu necesita de tales socavadores. […] Nací descontento y vivo descontento; mi obra es mi venganza y estoy persuadido de que socavará el orden […] Todas las mañanas vuelvo al frente y me bato sin descanso hasta el anochecer: mis libros son mi guerra permanente”, declara en la misma obra.
La furia contra todo que inflama cada página de Ma confession, a veces adquiere sin embargo una tonalidad patética. Caraco sabe que la suya es una gloria literaria póstuma. Los libros que lo mantienen vivo solo serán descubiertos una vez haya muerto. En el fondo, está librando una guerra que solo podrá vencer tras haber caído en el campo de batalla. “Soy el aborto de un hombre que podía actuar y no tuvo los medios para hacerlo –dice-, me extingo en mi cuarto, cuando había nacido para despertar a los otros, y si me destruyo, es porque me asfixio”. E impulsado por una lucidez –llamémosla- nietzscheana con respecto a sí mismo, confiesa: “No ignoro que en mi ascetismo [interprétese como retirada o exilio del mundo] intervienen varios motivos con los que la espiritualidad no tiene mucho que ver, de esos que uno no confiesa de buena gana y que siempre resultarán determinantes. Un primer motivo fue mi falta de precocidad […] El segundo obedecía a mi dependencia […] El tercero derivaba de mi situación, pues al ser extranjero, y esto en cualquier país que me hallara, no mantenía relaciones continuadas en el tiempo […] La privación que uno mismo se impone es una fuente de riquezas invisibles, permite […] despreciar serenamente a quienes se dejan vivir, y más todavía si en ello se pierden. Es un verdadero lujo poder -y de buena fe- desdeñar a nuestro prójimo […] Preferiría ser Satanás en su Infierno [en lugar de un padre de familia], allí mantendría un estilo”.